La planta

 

Me regalaron la planta en un gesto de agradecimiento. Era grande, firme, vistosa. Agradecí el agradecimiento, aunque la planta no era apta para mi pequeño jardín, donde habría perecido a la primera helada invernal. De modo que busqué un sitio para ella en el salón, donde ya otras plantas antes habían copado los lugares estratégicos, como en una compañía teatral donde la plantilla fija se queda siempre con los mejores papeles o en un grupo de compañeros donde cada cual ha asumido su rol. La nueva no tenía fácil encaje. Pensé que cerca del cesto de piñas no estaría mal del todo, pero cada día, al volver del trabajo, me la encontraba con las hojas enrolladas sobre sí mismas como un quinceañero en plena fase emo. El sol era demasiado intenso para ella allí. La moví a otro espacio en la cara norte de la casa, pero mi planta no entendía de brújulas: aquella claridad seguía siendo excesiva para ella, tal vez era un vampiro. Mi tercer intento, entre la puerta del armario y la del trastero, por fin fue de su agrado y me lo hizo saber con un despliegue frondoso de hojas con el que parecía proclamarse reina de la casa. O al menos reina de ese rincón tenebroso donde se esconden los zapatos y los trastos viejos. Más que un reino, el lugar era una oscura tierra de nadie. Aun así, la planta era feliz allí, y quien tenía el problema ahora era yo, que debía dar un rodeo absurdo cada vez que quería sacar mis pantuflas o coger una escoba. Ella estaba contenta pero en medio de un paso crucial. Después de todo, el territorio de nadie parecía ser un ángulo estratégico y la planta, un auténtico incordio. Sin embargo, me alegraba tanto verla por fin así de contenta, que habría reamueblado la casa entera con tal de no desalojarla del extraño espacio en el que ella había encontrado su sitio. No había más que ver su fronda exuberante. Claramente, se había empoderado, y eso a pesar de que la maceta exterior le quedaba pequeña, como un pantalón que no ajustase bien y dejase al descubierto la goma de las bragas, el borde de plástico gris de la maceta interior. No habría pasado ninguna prueba para una revista de decoración, pero poco le importaban a ella estos detalles estéticos.

Tiempo después, de forma imprevista, pasé fuera de casa algo más de dos semanas. Cuando volví, la planta me miró con muy mala cara; la pobrecilla había vuelto a su fase de repliegue, esta vez con un decaimiento chuchurrío que no auguraba recuperación posible. Un balancín en equilibrio me ocupó el corazón. Sería una lástima asumir la derrota, liberar por fin ese espacio de la casa y despreocuparme de una vez por todas de buscarle un lugar adecuado a la dichosa planta. Pero era tan tentador. El balancín tembló como movido por el viento durante el largo rato en que observé las hojas medio mustias, que me mostraban su morado envés enrollado en cartuchos moribundos como pergaminos viejos. No tenía sentido volver a regarla, reiniciar todo el proceso. O sí.

Dando el ya habitual rodeo perimétrico para salvar el macetero, busqué en el trastero la regadera y con mucho tiento, procurando empapar toda la tierra de manera lenta y uniforme, dejé que el agua cayera alrededor de los tallos. Al otro lado de los orificios de drenaje, oía el líquido escurrirse hasta el fondo de la maceta externa sin que nada lo retuviera dentro, como un llanto vegetal sin dique ni consuelo. No había nada que hacer y me fui a dormir resignada: perdía una planta pero ganaba una zona franca. A la mañana siguiente, sin embargo, muchas de las hojas habían empezado a desplegarse como si saludaran, y a estas pronto las siguieron las demás. La resurrección se consumó en menos de cuarenta y ocho horas. No es la más bonita y, desde que la conozco, me da tremendos quebraderos de cabeza, pero ahí sigue, mirándome en silencio mientras escribo, ocupando ese rincón absurdo en el que ha encontrado su lugar. Un poco como yo. Tiende a estorbar, pero la quiero.

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