No olía a sudor

 


Cuando era una preadolescente, enloquecí, como tantas otras antes y  a la vez que yo, por un grupo musical. Digamos que se llamaba Chicos J, por ejemplo. La mayoría de mis compañeras soñaban con el vocalista (aunque no conociéramos esa palabra); pero yo, que ya daba muestras de necesitar diferenciarme (prometo mirármelo), me enamoré del guitarrista. Llevaba los pelos de punta y era el mayor de todos con diferencia, pero fijarme en el que más años me sacaba era otra seña de identidad.

Por aquel entonces veraneábamos en un pueblo de la sierra madrileña. Yo todavía no tenía edad para trasnochar y en aquella ocasión, rara entre las raras, mis padres habían salido juntos a cenar. Supongo que mi hermano se quedó a mi cargo, no lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo es que estaba profundamente dormida cuando mis padres entraron en mi habitación. Debía de ser algo grave para que me despertasen, pero el caso es que sonreían uno al lado del otro como si posaran para una foto. Hija, hemos estado en las fiestas del parque y… ¿a que no sabes a quién nos hemos encontrado?

Y entonces me lo dieron. Un abanico de cartón con el logotipo amarillo de las fiestas veraniegas y firmado a boli, con cariño, para mí, por mi ídolo, mi amado guitarrista pelo pincho. Mi padre no sabía cómo se llamaba mi tutora ni quiénes eran mis mejores amigas, pero al menos había reconocido en un parque nocturno de pueblo al tipo que sonreía en las paredes de mi habitación. Bueno, es cierto, pudo ser solo mi madre la que lo reconociera, pero no me quitéis la ilusión de imaginarlos juntos y cómplices mirando entre la gente reunida en el parque y dándose codazos: ¿Ese no es…?

Poco tiempo después, el otro grupo de mi credo adolescente daba un concierto en el pueblo de al lado. Digamos que se llamaba Mecanismo, por ejemplo (lo sé, fui una chavala poco original, a pesar de mis deseos por diferenciarme). Por supuesto, yo era aún pequeña para ir por mi cuenta a semejante evento. Pero tal vez mis padres quisieron compensarme esa vez por haberme traído al mundo en pleno mes de agosto, una fecha malísima para celebrar el cumpleaños con la pandilla del día a día, que tiende a fugarse en cuanto las vacaciones asoman en el calendario. La cuestión es que aquel verano, mi regalo de cumpleaños fue llevarme al concierto de Mecanismo. No sé si alguna vez he vuelto a ilusionarme tanto por un espectaáculo como aquel día. Que mis padres estuvieran dispuestos a acompañarme a algo tan completamente alejado de sus gustos… ese fue el verdadero regalo para mí, lo que perdura. De aquel concierto recuerdo casi en exclusiva dos cosas: una, la única canción que yo no conocía (pongamos que se llamaba “Embarcación a Marte”), porque todo el mundo a mi alrededor empezó a corear y esa fue, probablemente, una de las primeras veces en que no me quedó más remedio que asumir, mal que me pese, que no lo sé todo.

El segundo recuerdo que tengo es la conversación a la salida del concierto: yo extasiada como si fuese puesta de coca hasta las cejas, enhebrada de los brazos de mis padres, que en su vida habían asistido a un jaleo musical semejante, y mi madre, bailona y sorprendidísma, comentando: ¡Es increíble, tanta gente bailando tan junta y… no olía nada a sudor!

¿Por qué recuerdo especialmente eso de aquel día? No sé. La memoria es caprichosa y a veces, también, una cachonda mental. Al fin y al cabo, mi padre no supo ser un buen padre y tiempo después estuvimos años sin hablarnos, pero hoy me apetecía recordarlo dándome ese abanico de cartón firmado y acompañándome a un concierto pop en el sueño de una noche de verano. Quizás es que está llegando el frío.

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