Pilar
Se llamaba Pilar. Era pequeñita y vivaz. Apasionada de lo suyo.
Cuando estudié COU no era posible cursar Latín, Griego e Historia del arte a la vez. Gloriosa coyuntura perpetrada por algún experto en planes educativos; había que descartar una. Con cierta pena renuncié al poco griego que había aprendido en un único curso, apostando por la Historia del arte al tiempo que me cambiaba de instituto y empezaba el Curso de Orientación Universitaria en el turno nocturno del IES Cervantes, por razones que no vienen al caso.
Y conocí a Pilar, La Profesora de Arte.
Si os estáis imaginando a Julia Roberts en La sonrisa de Mona Lisa, apartad esa imagen de vuestra mente para seguir este relato. Pilar era pequeñita y de aspecto más o menos anodino. Llevaba jerséis de punto con cuello de caja, faldas amplias de colores neutros y planas manoletinas negras. Nada que ver con los rizos y la boca más sensuales de Hollywood. Pero cuando las luces se apagaban y Pilar empezaba a explicar las diapositivas que proyectaba en la pantalla enrollable, yo me quedaba embobada escuchándola. Es muy difícil medir ciertos hitos corporales, pero yo creo que me crecieron ojos de escuchar a Pilar mientras miraba iglesias bizantinas o acuarelas románticas. No recuerdo que PISA me midiera la vista. Como estudiante aplicada que era (y supongo que repelente para muchos), quería tomar unos buenos apuntes de aquellas explicaciones apasionantes y apasionadas de mi profesora, pero si miraba el papel para escribir, apenas podía disfrutar de las imágenes. Solo vi una solución: me armé de valor y le pedí permiso para grabar sus clases. No sé cuál fue el diámetro de su sorpresa, ni qué contó cuando llegó a su casa esa noche (Cariño, tengo una alumna que está como una regadera), pero aceptó. Los hechos ocurren en el curso 94-95, así que mis padres no me compraron un móvil porque no existían. En su lugar, con los ahorros que logré cangureando, me hice con una grabadora. Aiwa. Y varias cintas de casete vírgenes. A la hora de la clase de Historia del Arte, me sentaba en la última fila, encendía el aparato y me dejaba llevar por las imágenes y por la voz de Pilar, que me abría la mirada, el oído y algún otro sentido que debe de quedar por descubrir (algo así como el umami del corazón). Al día siguiente, por la mañana, transcribía la clase. Mis apuntes de esa asignatura eran una jodida maravilla. El día en que nos explicó Santa Sofía, en Estambul, viajé en el tiempo y en el espacio como si me hubiera dado un atracón de hongos alucinógenos. Me pareció un espacio mágico, sacado de un sueño oriental que de alguna manera anidaba en mi propia mitología. Guiada por el magnetismo de sus palabras, decidí que algún día iría allí.
En junio llegó la Selectividad y, por supuesto, mi nota más alta fue en Historia del Arte. Después de la Selectividad, la universidad, los nuevos amigos, la nueva vida.
Pasaron los años. Los noviazgos. Las rupturas. El primer verano que me vi sola ante un plan de vacaciones, con dinero pero sin acompañante, no tardé mucho en preparar mi viaje en solitario a Estambul, acordándome aún, doce años después, de esa promesa que le había hecho a Pilar sin que ella lo supiera. Odié el caos de la ciudad al tiempo que me fascinaban los colores, los olores, los sonidos. Era todo muy diferente a la pequeña burbuja madrileña en que me había criado. Pero el objetivo primordial del viaje era Santa Sofía, porque las diapositivas mostradas en la penumbra del aula perduraban en mi memoria. Y su voz. Entré en el templo con una veneración casi religiosa que poco tenía que ver con los dioses. Por fin estaba allí. El lugar mítico que había descubierto sentada en un pupitre desde la última fila de un instituto público. Había andamios y cubos de pintura a lo largo de las paredes laterales. Mucha luz. Otros turistas como yo. El lugar era una joya, pero me faltaba algo para emocionarme. Lejos de sentirme decepcionada, tomé conciencia de la verdad: las cosas eran más bonitas cuando Pilar las contaba.
Ese mismo día compré una postal para ella. No podría enviársela, porque no conocía sus apellidos. Pero cuando el otoño y yo regresamos a Madrid, cuando ya era seguro que el curso había empezado, aun sin saber si ella seguía allí, me acerqué al instituto Cervantes con la ilusión de entregársela en mano. Quería darle las gracias. Y contarle que mi primer viaje, el primero de verdad, se lo debía a ella. Que me había ido a Estambul porque ella había logrado que quisiera conocer ese lugar. Y que había sido un viaje lleno de anécdotas y emociones que ya nunca iba a poder olvidar. Que Santa Sofía era increíble, pero que ella lo hacía más increíble aún.
Pero el conserje no me dejó pasar.
Yo no era alumna del Centro, ni trabajadora, ni familia de nadie con nombre propio. Que no insistiera. Y no, no podía dejarle mi postal para ella. Ni siquiera sabía si había una Pilar en el turno nocturno que diera clases de Historia del Arte.
Ahora que trabajo en un instituto, me parece aún más odiosa e incomprensible la respuesta de aquel conserje mezquino. Y me pregunto qué habrá sido de Pilar, y si alguna vez recordará a aquella alumna extraña que grababa sus clases en cintas de casete, aunque no pueda siquiera imaginar que treinta años después, la alumna loca sigue acordándose de ella. Y que nunca pudo agradecerle los ojos que le había dado.
Qué bonito que alguien haga nacer en ti algo tan grande y....Qué triste que nunca llegase a ella esa postal.
ResponderEliminarCada escrito es un regalo.
Gracias!!!
Muchísimas gracias, Mercedes. Por tus palabras y por leerme. Estoy segura de que también tú dejas una huella imborrable en muchos de tus alumnos ❤️
ResponderEliminarQué gusto leerte Elisa. Sigue deleitándonos con tu pluma. Es tan refrescante!
ResponderEliminarGracias, guapa.😘
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