Así lo recuerdo yo
Todos los años organizábamos, hacia el final de curso, una fiesta dentro del aula. Las chicas montábamos algún baile; los chicos supongo que ideaban algún otro entretenimiento que no recuerdo. Escuchábamos música y tomábamos refrescos y gusanitos antes de irnos de vacaciones. En todos los recreos previos nos dedicábamos a preparar y ensayar la gran fiesta. Así lo recuerdo yo.
Yo tenía once años y no era precisamente una de las niñas populares de la clase. Miraba a las que sí lo eran con una suerte de displicencia que ─ahora lo sé─ solamente escondía celos. Ese año, sin embargo, algunas de las nopopulares tuvimos la idea de preparar un baile especial. Lo era porque convencimos a los chicos para que bailaran con nosotras en un trepidante playback de America, de West Side Story. Como dirían ahora, estábamos todos dentrísimo. Tanto nos metimos en el papel, tanto nos empoderamos con aquel baile, que llevábamos a nuestros compañeros de un lado a otro del escenario agarrándolos por la corbata. Y ellos sí eran los chicos populares de la clase. Las odiosas popus nos miraban de reojo mientras ensayábamos en los recreos. (Así lo recuerdo yo). Lo íbamos a petar. En mi memoria, habíamos logrado despertar una envidia y una expectación que ni el mismísimo Bad Bunny con su último lanzamiento. El numerito era una mezcla de escena teatral y bamboleo descarado, y ver bailar a los chicos por primera y única vez en la historia del colegio generaba la admiración del barrio entero. Bueno, dejémoslo en el pasillo entero de quinto de EGB. El rincón del pasillo, para ser exactos.Habíamos ensayado tanto que ni siquiera contemplábamos la posibilidad de error; sentíamos que íbamos a hacer historia. Por primera vez, las protagonistas iban a ser otras. Así lo recuerdo yo.
La víspera de la fiesta, nuestra maravillosa profesora Carmen, con tantas ganas de vacaciones como sus alumnos, nos sorprendió al permitir que las últimas horas de la jornada las dedicáramos a ensayar lo que cada cual tuviera preparado para la fiesta. Nosotras (nosotros, ese increíble y pionero cuerpo de baile mixto) no necesitábamos un ensayo más; dominábamos a la perfección nuestra actuación. Incluso teníamos ya preparado un vestuario digno de las mejores salas de Broadway (mi falda era de un rosa fucsia que no puedo olvidar). Sin embargo, qué queréis, teníamos once años y todos nuestros compañeros se pusieron a ensayar sus actuaciones. ¿Qué íbamos a hacer? Venga, lo pasamos una vez más. (Así lo rercuerdo yo). Alborotados y felices, subimos a la azotea bajo el sol de junio y empezamos a repasar nuestro musical: Puerto Rico, my heart’s devotion, let it sink back in the ocean… Vuelta va, vuelta viene. Muévete aquí, colócate allá. Arriba con ese saltito. Ups. Un momento. Eso que se ha doblado al caer ha sido mi pie. Y duele. Estoy tirada en el suelo con el tobillo como una calabaza. Lloro, lloro, lloro, no tanto por el dolor del esguince de grado tres sino porque no voy a poder bailar. Así lo recuerdo yo.
Por aquel entonces mi madre era amiga de la madre de una de las populares de la clase: P., una niña preciosa que, de hecho, había sido también tan amiga mía que hasta le había escrito un poema allá por preescolar. Pero ahora no éramos versos de una misma estrofa. A mi modo de ver, desde que ella era amiga de la reina de la clase, formaba parte de la corte escolar. Yo no. (Así lo recuerdo yo). Pero alguien tenía que sustituirme en el baile para no estropear la coreografía del grupo que iba a cambiar la historia de los bailes de fin de curso (¿¡cuándo se habían visto niños bailando!?). Las popus habían visto (mirado de reojo como quien no quiere la cosa) todos nuestros ensayos. Así que P. vino a mi casa y recogió mi falda fucsia para el baile, mientras yo lloraba tirada en el sofá y con el pie en alto.
Por supuesto, América fue un éxito de crítica y público. No sé cómo no lo sacaron en portada los periódicos del día siguiente. Yo me moría de rabia. (Sí, así lo recuerdo yo).
Después de quinto llegó sexto, séptimo, octavo. Gente nueva llegó a nuestras vidas. Otros se marcharon para siempre. BUP, COU. Universidades, trabajos. Hace más de treinta años que me perdí la ocasión de bailar America agarrando de la corbata al chaval más querido de la clase. Me volví a torcer ese tobillo muchas veces. En 2025, mantengo contacto con un grupo muy, muy reducido de personas de aquel curso de quinto de EGB: seis amigas entre las que se encuentra C., mi inseparable compañera de baile, pero también algunas de mis queridas popus. Por supuesto, P. está entre ellas. Es ornitóloga y la llamo cuando no sé qué hacer con un pájaro que cayó del nido a mi jardín. Somos siete personajas de lo más dispar. Pero les tengo un cariño especial. Si aquel día que lloraba tirada en el suelo alguien me hubiese mostrado una ventana al futuro no habría creído este inesperado siglo XXI. Ahí están, todavía. Les he preguntado quiénes eran los chicos que salieron al escenario con nosotras (vale, yo no salí y el escenario era el suelo debajo de la pizarra), pero al parecer ellas no recuerdan ese baile. Recientemente también he retomado el contacto con J., un chico no especialemente popular que ahora dirige el colegio y que quiere juntarnos a todos. Si lo consigue, deberíamos celebrarlo bailando.
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