¿Día de la Madre?

 

Hoy tenía ganas de llorar. Nada demasiado grave. Pero se resistía el lacrimal. Y el bultito de pena que me apretaba el esternón se engrosaba como un pequeño y ridículo tumor. Había que deshacerlo. Pensé en sacar algún álbum de fotos familiar; nunca falla si necesito dar rienda suelta a la sustancia acuosa de la tristeza, sobre todo si se trata de mamá. Han pasado 4213 días desde que murió. Murió. Todavía tengo que tomar una dosis extra de aire para poder usar ese verbo. Once años y medio, algo más. No me ha hecho falta abrir el álbum. Ni siquiera me ha hecho falta abrir el mueble en el que guardo el álbum. En realidad, ni siquiera me ha hecho falta moverme de la silla. Quizá pienses que idealizo la figura materna hasta el extremo de no poder superar su muerte. (Muerte. Otra palabra, la misma, casi). Y sin embargo, te aseguro que no es el caso. Nadie mejor que yo ─y mi hermano─ para desmitificarla. Pero qué quieres que te diga, era mi madre y todo el mundo la quería. Por algo sería. ¿Ves? Ya estoy llorando otra vez.

Un día de finales de agosto se puso mala y no vio llegar el invierno. Tenía sesenta y siete años y una salud a prueba de cíclopes. Hasta ese momento, claro. Una leucemia la arrolló con la violencia blanca de un alud, igual que había hecho con su madre más o menos a la misma edad. (Anticipo mi destino, por más que me digan que no es algo hereditario).

Han pasado más de once años y mi madre sigue presentándose en mis sueños por lo menos una vez a la semana. La mayor parte de las veces no son sueños especialmente intensos, quizá estoy haciendo la compra en un mercado de alambre y ella va junto a mí mientras le cuento cómo me ha ido el día. O me ayuda a hacer una cama de pan antes de entrar en el camerino azul. Está ahí, con la naturalidad de los vivos. Al principio le explicaba que estaba muerta, pero hace tiempo que dejé de hacerlo, no vaya a ser que se marche. No sé por qué sigo soñando con ella, ni a quién tengo que pedirle que me mantenga este programa onírico para no perderla del todo. No sé cómo no pensar en mi madre cuando fallece la madre de otro. No sé por qué tengo aún este manantial de lágrimas entre pecho y espalda, más de once años después.

A mí me parece que fue ayer esa mañana de nieve en la que una voz rugosa me dijo que fuera a despedirme.

Dice Á. que cuando uno cumple años, a quien habría que felicitar es a la madre; que el día que naciste es su día, en realidad. No le falta razón. El caso es que hace veintisiete días fue, oficialmente, el Día de la Madre. No recuerdo haberlo celebrado nunca, más allá de los collares de macarrones y los ceniceros de arcilla escolares. Siempre me ha parecido una celebración ajena, como un postizo o un trampantojo. Y sin embargo, este pasado cuatro de mayo, vete a saber por qué, me sentí un poquito huérfana (¿a partir de qué edad no puedes usar esa palabra, aunque ya no tengas padre ni madre vivos en la cara visible del planeta?). Y también un poquito imbécil, no te voy a engañar, por no haberlo celebrado con ella cuando aún había tiempo. Trampas de la memoria. De poco le habrá servido a ella que para mí sea la Noche de la Madre cada vez nos sueño juntas. Como poco, una vez a la semana, aunque solo sea para contarle mi día mientras hacemos la compra en un mercado de alambre. Quizá la nostalgia sea eso: un lugar fino y resbaladizo sobre el que una intenta mantener el equilibrio.



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