My girl
Es un clásico, el mayor éxito de los Temptations, y sin embargo yo no puedo evitarlo: cada vez que escucho My girl me traslado a un pub inglés en Nothingham, donde oigo por primera vez esta canción, interpretada por un grupo aficionado en el que Derek se hace cargo de la batería. Tengo casi quince años y estoy pasando un mes en Inglaterra, en casa de una familia de tres miembros: Susan, Derek y Sianed, la hija de ambos. En mi primera noche allí, sufro un ataque de asma alérgica. La ternura con que me cuidan marca la relación entre nosotros para siempre.
Por las tardes, cuando vuelvo de las clases de inglés, me quedo en la cocina con Susan y hablo con ella de todo. O sea, de todo. Sianed se convierte en dos días en mi hermana pequeña; me pide que le enseñe a hacerse las trenzas raras con las que yo me peino. Y Derek toca la batería en los Diamonds. Así que las tres mujeres de la casa estamos en el pub, tomando algo, somos las más grupies y aplaudimos a rabiar después de cada canción. Mira tú por dónde, yo nunca había escuchado My girl en aquel entonces. Mi padre también iba a los bares por la noche. Pero iba solo.
Recuerdo que ese fue el verano de las Olimpiadas en Barcelona, y que yo las vi en la televisión a mil cuatrocientos kilómetros de distancia. Desde allí me gustaban más.
También recuerdo que a Susan y a mí nos encantaba el cuadro de El Jardín de las Delicias del Bosco y que en mi siguiente ataque de asma me regaló un libro del pintor (mi primer libro de arte) y juntas descubrimos con sorpresa que el cuadro estaba en mi ciudad, en el Museo del Prado. Fui a verlo acordándome de ella en cuanto tuve ocasión.
Mi familia me llamaba con frecuencia. Susan cogía el teléfono y ─no sé muy bien cómo, intuyo de intérprete a mi fiel hermano─ se las apañaba para intercambiar con mi madre información esencial: cómo estaba yo (bien, pero que muy bien) y cómo seguía mi abuelo, hospitalizado desde antes de emprender mi viaje. En realidad, a partir de cierto momento me ocultaron que había fallecido, sin poder siquiera imaginar el alivio que supondría para mí saber que esa persona había desaparecido para siempre de la faz de la Tierra y que nunca más me pondría las manos encima (quizá otro día te hable de eso).
Lloré tanto cuando me tocó regresar a Madrid, que creo que mi tristeza hirió a mi madre con un dolor que aún hoy me cuesta perdonarme. Ella no esperaba que yo quisiera quedarme allí.
A partir de entonces, Susan y yo nos escribíamos cartas incansablemente. Siempre era ella la que redactaba (su letra menuda, redonda), pero a pie de página nunca faltaban las cruces ─besos ingleses─ y los nombres de los tres: Susan, Derek and Sianed.
Tres años después, al acabar COU, mis padres decidieron premiarme por mis buenas notas. Nunca habían hecho algo así, ni a mí se me habría ocurrido pedirlo, pero por alguna razón pensaron que era una recompensa merecida y, al fin y al cabo, acababa de lograr la gratuidad del primer año de universidad. Me preguntaron qué regalo quería. Supongo que esperaban alguna otra cosa (¿unas botas nuevas, entradas para un concierto?), pero les dije que quería ir a Nottingham a ver a mi otra familia. Supongo también que mi madre tuvo que tragar saliva. Pero me lo concedieron. Y esta vez iría yo sola, sin escuela, sin clases de inglés. No sé cómo reaccionarían Susan, Derek y Sianed al descolgar el teléfono para escuchar que mis padres les preguntaban si me acogerían durante una semana. Sí sé (no lo borro de mi memoria) que fue una aventura para mí volar sola en avión hasta Londres y llegar luego en tren hasta Nottingham, y que los vi en el andén de la estación con un ramo de flores y un globo de helio del que no fui capaz de desprenderme hasta más de un año después.
Por las mañanas, mientras ellos trabajaban, yo hacía turismo como si fuera una adulta aprendiendo a moverme por el mundo; por las tardes volvía a refugiarme con Susan en la cocina y la ayudaba a preparar la cena mientras hablábamos de lo mucho que nos gustaba a las dos Lo que el viento se llevó. Susan decía que querría ser tan buena como Melania, y yo insistía en que ella era infinitamente mejor. Melania me caía fatal y a Susan la adoraba. Por supuesto, a mis aún diecisiete años yo prefería ser Escarlata.
La semana del premio terminó; las cartas, aunque aún duraron un tiempo, inevitablemente, se fueron espaciando. Cada vez un poco más. Cada vez era más difícil encontrar cosas que contar.
En 2004, después de un tiempo indefinido sin noticias de ellos, me escribieron alarmados al enterarse de los atentados de Atocha. Yo era Madrid para ellos, necesitaban asegurarse de que estaba bien. No puedo olvidarme de eso. Y sin embargo, soy incapaz de saber en qué momento aquellas cartas físicas con la letra menuda de Susan se habían convertido en correos electrónicos. Cómo me localizaron. Cuándo ni por qué estúpida razón cerré aquella cuenta de correo. Cómo podría ahora decirles que me sigo acordando de ellos cada vez que escucho My girl, que para mí es una canción de los Diamonds.
El traductor de la IA no me ayuda a encontrar las palabras que necesito. Tal vez Susan, igual que mi madre, esté muerta. Tal vez Derek ni siquiera tocaba la batería. Me esfuerzo por vencer la tentación de buscarlos, porque creo que prefiero no saberlo.
Delicioso texto. Emociona. Sigue regalando estos momentos de exquisita lectura. Gracias, Elisa
ResponderEliminarGracias a ti, amiga. ❤️
ResponderEliminarMuy bonito, enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Víctor.
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