Voces

 

Estoy escuchando a la ponente de un congreso al que he asistido con J., sentada a mi derecha. Nos han dividido en pequeños grupos; en el nuestro somos unos quince o veinte docentes, formando una U frente a la pantalla donde se proyectan las ideas principales sobre los trabajos de investigación en bachillerato. La exposición es dinámica; todos estamos atentos a la explicación. De pronto, la persona sentada al otro lado de J. formula una pregunta. No puedo verle la cara (J. está entre nosotras), pero habría reconocido su voz incluso con los oídos llenos de arena. Un relámpago me atraviesa la espalda, un zumbido zarandea mi cabeza. De repente, el desierto se abre paso en mi boca. Me esfuerzo por mantenerme pegada al perfil de J., escondida en su silueta, mientras intento decidir cuál es la mejor manera de actuar. Nunca imaginé que podría encontrarme con ella aquí. Pero ahí está, separada de mí solamente por un cuerpo.

No sé si ella me ha visto, pero sé que no saldremos de esta sala sin que nuestras miradas terminen por cruzarse. No sé cuál es la mejor forma de saludarla (hay una ponente impartiendo su conferencia y muchos años de silencio entre nosotras), pero sé que si hablo, también ella reconocerá mi voz. No sé si me ha oído. No sé qué piensa.

Aunque me cueste encajarlo, estoy con L. en un congreso que dura dos días más. Su voz me trae resucitadas cantidades de pasado, arrugadas, temblorosas. No veo su rostro, pero su voz me enfrenta al rostro que yo era hace mucho tiempo. La sensación de regreso es física, como si me comiera mis propios ojos para mirarme por dentro.

A veces, decir una palabra es como poner el pie en un puente colgante intentando combatir el vértigo. Así avanzo, como puedo, a gran altura, mientras J. observa la conversación y se pregunta qué extraña relación une y separa a estas dos personas que intentan comunicarse con un idioma que parece habérseles estropeado. Bajamos las tres por la calle General Ricardos al salir del congreso, pero J. se despide en la esquina donde aparcó su coche. Ahora estamos solas. La noche se espesa mientras L. y yo avanzamos hacia la boca del metro, esforzándonos inútilmente por recomponer el lenguaje que construimos entre las paredes de una casa durante los seis años que compartimos piso. Toneladas de palabras, que tejían una red íntima y poderosa entre su boca y la mía. Ahora están ahí, en la imagen del pasado que de pronto ha vuelto y las hace sonar todas juntas, enredadas. Una hibernación tan larga que esas palabras son ahora animales diferentes. Me pregunto si son mansos o si debemos protegernos de ellas. Nerviosa, hablo y hablo, descontroladamente. Pero las frases que digo nacen muertas; las que realmente viven son los subtítulos silenciosos que sus ojos recogen (sus ojos, con ese inconfundible golpe de mirada hacia el cielo de sus párpados). Si me hubieran preguntado un día antes, habría jurado que prefería no encontrármela nunca. Y sin embargo, ahora lo sé, me alegro tanto de verte. Te sorprendes de que yo siga siendo profesora, y esa sorpresa tuya abre en mí otra extrañeza que hoy dejaré fuera de este relato. Porque hoy, aunque me cueste amordazarlo, no es ese el tema. Hoy el tema es todo el daño que nos hicimos. Sacado de su hibernación solo para comprobar que está muerto, aquel dolor es ahora un cuerpo flácido y absurdo. Ni siquiera tiene un sonido propio en el breve espacio que nos separa antes de que cada una baje una escalera mecánica distinta para tomar una línea diferente.

El segundo día de congreso nos saludamos en la distancia.

El tercer día el azar vuelve a reunirnos en torno a una mesa. Compartimos pluma, escribimos, con la misma tinta negra, nuestros nombres sobre un papel blanco. No sé por qué (los nervios y mi locuacidad imprudente), al terminar el congreso y despedirnos te pido que intercambiemos teléfonos. Quizá no querías dármelo; error mío comprometerte. Quizá yo misma no quería pedírtelo, porque a veces alguien habla con mi boca en ciertos episodios de mi vida, me hace un doblaje torpe cuando mi mente dice por dentro cosas que ni yo misma comprendo. Y sin embargo, por haberte dado mi teléfono tal vez puedas leer esto (¿Sigues escribiendo?, preguntas calle General Ricardos abajo). Tal vez esto lo escribo para ti, después de años sin querer recordarte. Me dolías tanto. Pero abrazándote en un gris vestíbulo de metro, me reconcilié con nuestro pasado y acepté por fin que nunca quisiste herirme. Ojalá leyeras en mis subtítulos que tampoco yo, nunca, tuve intención de hacerte daño.

Estos días, distintas personas me han contado sus dolorosas desavenencias con otras; algunos seísmos de fin de curso generan tensiones difíciles de digerir (otro asunto al que debo amordazar para que no se cuele en este texto). Y pienso en L., y en que me han hecho falta veinte años para comprender (con el cuerpo del abrazo) que todos actuamos lo mejor que podemos y sabemos, con las herramientas que tenemos. Que todos creemos hacer lo correcto. Y que a veces (casi siempre) es estéril y gratuito todo el daño que nos hacemos. Y que se rompen idiomas enteros llenos de palabras preciosas solo por eso.

Comentarios

Entradas populares de este blog

L.S.

No olía a sudor

Tutoría