La fantasía de la obediencia

 

A lo largo de este curso se han sucedido una serie de pequeños infortunios domésticos: fisuras de radiadores, avería definitiva de mi ordenador portátil, defunción de uno de los motores de la nevera, golpe estúpido y aparatoso en el parachoques del coche, agrietamiento recurrente de la manguera, destrozo de la valla del jardín por efecto de un vendaval, rotura de sombrilla a causa de otro vendaval, desaparición espontánea de todas las fotos que guardaba en mi teléfono móvil. A ello debo sumar algunos problemas de salud, como una tendinitis persistente en la mano derecha, pérdida preocupante de hueso en las encías, segunda extrusión de menisco con bloqueo articular y visita a urgencias. Tras cada contratiempo, y pasado el primer momento de desasosiego, pienso en las desgracias verdaderamente graves que les suceden a otros y me digo: que todos los males sean estos. Es mi mantra tranquilizador.

Porque además, tengo lo que yo llamo la fantasía de la obediencia: si hago todo lo que me dicen, todo se arreglará. Así que me compro un ordenador nuevo, pido presupuestos para las reparaciones, voy al médico y hago pacientemente todas mis sesiones de rehabilitación.

Pero el ordenador nuevo, desde hace semanas, me recibe cada mañana con un mensaje de error. Y los presupuestos son desorbitados. Y el dolor de la mano me sigue recordando que está ahí cada vez que abro un bote de garbanzos. Y la rodilla, por su parte, pide quirófano.

Así que la fantasía de la obediencia se revela como lo que es: un mito con el que intento convencerme de la inmortalidad. Los católicos creen que si se portan bien irán al cielo. Yo creo que si hago caso a los expertos, mi cuerpo humano y mi extensión doméstica lucirán sanos y flamantes por los siglos de los siglos.

Esta madrugada, casi de día, he sentido que mi cama y el suelo se movían, sacudidos por un leve terremoto. El susto ha durado poco pero mi percepción ha sido clara, aunque he seguido durmiendo y he incorporado al sueño mi sensación de ser zarandeada desde debajo de mi cuerpo. Quien dormía en la habitación de al lado me ha dicho que no ha notado nada, así que ambos hemos dado por hecho que todo obedecía a mi empeño en soñar en alta definición.

Al levantarme, he escuchado en la radio la noticia: un terremoto de magnitud 5.5 se había sentido en Almería, Granada, Jaén, Murcia y Alicante. Y en un dormitorio de un pueblo de la sierra madrileña, he pensado yo. Es tentador creer que tengo una sensibilidad premium para los temblores de tierra, pero evidentemente, he de conformarme con aceptar la simple coincidencia. En mi sueño, al sentir que la cama se movía, buscaba la causa bajo el colchón, en el hueco del nido, donde encontraba a mi sobrina escondida. En realidad, no era mi sobrina actual, sino una réplica suya de años atrás, cuando aún era una niña pequeñita (aunque no tan pequeña como en mi sueño, que le otorgaba el tamaño de una lechuga, aproximadamente). Como aquello no cuadraba con la lógica racional de mis esquemas mentales, me dirigía a ella seriamente: No eres mi sobrina, ¿verdad? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? La criatura me confesaba entonces que procedía de Marte y que llevaba años atrapada bajo mi cama. Yo acudía en busca de mi hermano, y entre los dos y la niña lechuga, ideábamos una estrategia para devolverla a su planeta. Como si estuviéramos rodando la versión 2.0 y cutre de E.T., resolvíamos poner a la cría en el alféizar de mi ventana y envolver los kikis en los que se recogía el pelo con abundante papel de aluminio, de forma que sirvieran de antenas para que sus compatriotas planetarios pudieran localizarla y rescatarla.

Y ahora estoy aquí, dentro de mi cuerpo achacoso frente al ordenador indómito, intentando aún sacudirme las briznas pegajosas del sueño: que la cama se moviera o encontrarme una réplica a escala de mi sobrina, procedente de Marte, no me han producido más inquietud que si un golpe de aire me hubiera despeinado; en cambio, que el ordenador nuevo requiera reparación o que mi rodilla se empeñe en salirse de sus cabales, en sacarse de quicio a sí misma, me tiene desasosegada como si me temblara el alma. Es ahí donde tengo el seísmo. Repito el mantra que todos los males sean esos, pero también parece haberse averiado. Con el terremoto, la fantasía de la obediencia se ha resquebrajado y me ha mostrado su naturaleza de trampantojo. Y tengo localizado el epicentro.

Me pregunto si los hiperresponsables podemos salirnos de nuestro personaje como mi menisco se sale de su rodilla. Cómo hacer para desembarazarnos de la necesidad de certezas, del miedo a que algo falle, a fallar nosotros. Quizá, si obedecer no sirve para mantenerse a salvo, habrá que probar a relajarse, deshacer las costuras de los esquemas mentales, asumir que todo se rompe. Aceptar que muchas cosas escapan a nuestro control, desde el software de Windows hasta mis propios cartílagos. Dejar que los seísmos me zarandeen sin pretender agarrarme a nada, aprender a vivir con grietas, abrazar el imprevisto, el cuerpo extraño, sin intentar devolverlo a su planeta. Sobre todo si tiene el tamaño de una inocente y tierna lechuga. Al fin y al cabo, la palabra réplica es una voz polisémica. Eso significa que todo puede repetirse.




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