Ni siquiera tienes nombre
Yo no quería ir a aquella boda. Odiaba la ropa que tenía que ponerme y, sobre todo, el lazo. No conocía a los novios ni a ningún miembro de su familia. Pero no podía elegir. Es lo que tiene no haber cumplido aún los diez años. Mi hermano era demasiado mayor para jugar conmigo, así que me esperaba un día aburrido hasta la angustia entre tacones y corbatas. El lazo, mustio, me picaba en la cabeza. Pero sucedió la magia: aparte del lazo, mi único recuerdo de aquel día es una niña de tez tostada que emergió, aburrida y sola como yo, de alguna mesa familiar con apellidos distintos a los míos. Puede que lo nuestro fuera un flechazo o simplemente la única salida, pero lo cierto es que después de saludarnos, el mundo desapareció a nuestro alrededor. Ahora es cuando sonreís un poquito condescendientes, porque ya se sabe que los críos acaban juntándose a jugar en cualquier circunstancia (¿a qué edad dejamos de hacer eso?) Pero no me banalicéis la memoria de aquella niña, por favor. Por...