Ni siquiera tienes nombre
Yo no quería ir a aquella boda. Odiaba la ropa que tenía que ponerme y, sobre todo, el lazo. No conocía a los novios ni a ningún miembro de su familia. Pero no podía elegir. Es lo que tiene no haber cumplido aún los diez años. Mi hermano era demasiado mayor para jugar conmigo, así que me esperaba un día aburrido hasta la angustia entre tacones y corbatas. El lazo, mustio, me picaba en la cabeza. Pero sucedió la magia: aparte del lazo, mi único recuerdo de aquel día es una niña de tez tostada que emergió, aburrida y sola como yo, de alguna mesa familiar con apellidos distintos a los míos. Puede que lo nuestro fuera un flechazo o simplemente la única salida, pero lo cierto es que después de saludarnos, el mundo desapareció a nuestro alrededor. Ahora es cuando sonreís un poquito condescendientes, porque ya se sabe que los críos acaban juntándose a jugar en cualquier circunstancia (¿a qué edad dejamos de hacer eso?) Pero no me banalicéis la memoria de aquella niña, por favor. Por supuesto, no recuerdo a qué jugamos ni de qué hablamos (¡teníamos… ¿ocho años?!) Y aun así, cada vez que me acuerdo de aquel día, me envuelve una manta en diciembre, una mano en la niebla, un quererse sin argumentos; un te encontré, un nunca antes una compañía como tú, tan cómplice con tan poco. Y un dolor grueso al despedirnos, porque ese iba a ser el primer y el último día para nosotras, las dos sabíamos que no volveríamos a vernos. Vivíamos en ciudades diferentes y eran los años 80, no existía Instagram. ¿Iban nuestros padres a recorrer kilómetros para cultivar esa amistad incipiente? A quién se le ocurre, pordiós, son solo dos niñas; dejemos que sigan abrazándose un rato más como si prefiriesen morir antes que despegarse y olvidemos el asunto.
Vuelves a mi memoria una y otra vez y no sé ni cómo te llamas. ¿Nunca volvimos a vernos? En realidad, es una incógnita. Hasta donde yo sé, podríamos habernos sentado juntas en un vagón de metro y no nos habríamos reconocido. Podríamos ser ahora mismo -hoy, este mes- compañeras de trabajo sin saberlo. Podrías ser las iniciales del último asesinato machista. Podrías ser la oncóloga que trató a mi madre, o la madre de cualquiera de mis alumnos. Podrías ser ministra. Incluso podrías ser la Presidenta de una Comunidad Autónoma que me araña cada vez que habla. (No, me niego; además, ella no tiene la piel tostada). Pero ahora sé que la memoria es tramposa: podrías no haber existido nunca, podría haberte inventado yo. Aun así, al menos una vez al año, tanto si existes como si no, me pregunto: ¿alguna vez piensas en mí?
Y tú que me estás leyendo, ¿no guardas en la memoria algún tesoro sin nombre? Aquel vecino que te ayudó en ese momento horroroso, aquella desconocida que te ofreció un clínex en el autobús, aquel compañero de pupitre que te abrazaba cada día al despedirse de ti por si no volvía a verte.
Por razones que no vienen al caso, tengo bloqueada la mayor parte de los recuerdos de mi infancia. Pero quizá, cuando todo se esté apagando, cuando las neuronas me abandonen sin remedio y no reconozca siquiera mi rostro en el espejo, tal vez entonces recuerde aún, sin poder nombrarla, a aquella niña de tez tostada con la que a los ocho años quise compartir mi vida entera.
Comentarios
Publicar un comentario