Rima conmigo


Érase una vez una acuarela: una joven de abrigo verde sentada sobre una abollada maleta azul; la larga melena oculta su rostro. ¿La artista? Simplemente otra joven que, mientras tomaba cervezas en un bar de Lavapiés, hace ya más de veinte años, le contaba al camarero lo difícil que es ganarse la vida vendiendo acuarelas. Un buen día, el camarero, supongo que movido por la empatía de los hosteleros más compasivos, decidió comprar una de sus obras. De entre todas las que vio, escogió la de una joven triste de rostro oculto sobre una maleta cian. Y se la regaló a su novia. Aquí es donde entro yo en el relato. La pintura hablaba casi en un susurro, no me era fácil saber lo que me contaba. Pero era delicada. Triste y sensible como un secreto.  La colgamos en mi lado de la habitación, es decir, el lado de mis sueños. Supongo que toda pareja reparte los hemisferios de un dormitorio guiada por el espacio desde el que cada uno encara la noche. Ciertos meses después, el cuadro viajaba en una caja de cartón hacia un nuevo dormitorio, en el que yo sola podría ocupar los dos lados de la cama, aunque en realidad solo hiciese uso de un pedacito esquinado y frío. Esta vez la colgué al frente. 

Cuatro mudanzas después y con otros capítulos sentimentales y fallidos a la espalda, la acuarela preside una estantería de mi salón. Sigo sin poder escucharla bien, pero tampoco puedo deshacerme de ella. La miro mientras escribo esto, y me pregunto qué habrá sido de la artista, de la que Google parece no tener noticia alguna. Jamás sabrá que veinte años después estoy hablando de ella.

Muy cerca de la acuarela tengo enmarcados a Resines y a Ciges subidos al sidecar de Amanece que no es poco. El dibujo me lo regaló una amiga que merecería ser un personaje de esa película. A mí me gustaría protagonizarla con ella (las dos montadas en ese sidecar o saliendo juntas de debajo de la tierra como dos plantas), pero dudo que yo estuviera a la altura del guion. Las dos imágenes pertenecen a universos tan diferentes que algún decorador podría solicitar mi destierro por atreverme a arrimarlas con semejante promiscuidad. Quizás por las noches dialogan sin que yo me entere, tal vez la pareja motorizada es capaz de verle la cara a la joven de la maleta y escuchar lo que sea que tiene que contar. La cuestión es que yo ya no puedo separarlas ni renunciar a ninguna de ellas, a menos que Marie Kondo me secuestre y se apodere de mis entrañas. La viñeta de los dos hombres me trae la mirada alegre y a veces disparatada de mi amiga, a la que quiero conservar muy cerca sean cuantas sean las mudanzas que aún me queden por vivir. La chica de la maleta solo aguarda en silencio a que yo termine por fin de comprenderla, tantos años después. Ellos ruedan sonrientes por un camino de baches. Ella permanece quieta y a la espera. Quizás juntas no hagan un tándem de diseño, una combinación estilosa ni equilibrada; pero están en su lugar; se han ganado el corazón de mi casa porque cada imagen, a su manera, rima conmigo. 


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