Ahí va la loca

 

Me gustan los avances (o tráileres) de las películas. En los peores casos, a veces me gustan incluso más que las películas mismas.

El otro día fui al cine; junto a mí, dos señoras perfectamente enlacadas conversaban copiosamente antes de que se apagaran las luces. Continuaron con el mismo trasiego verbal al comenzar los avances, de modo que esbocé un tímido Sshh. Sin resultado, me atreví con otro Sssshhh algunos minutos después, mientras pensaba en que la mala educación no entiende de edades. En vista de que tampoco funcionaba el segundo siseo, les rogué amablemente que dejaran de hablar. Una de las señoras, haciéndome pasar por lerda integral, me explicó que la película aún no había empezado. Lo sé, pero esto también nos interesa, respondí. A los pocos segundos, la pantalla intercaló entre tráiler y tráiler un anuncio de chicles sin azúcar. ¡Huy, qué interesante es eso, ¿verdad? Interesantísimo!, le dijo la vecina verborreica a su compañera, dos octavas por encima de la ironía estándar. Respiré hondo. No contenta con el resultado de su ingenio, dos minutos después, me increpó: Mira, a esos de ahí atrás también les puedes llamar la atención, que también están hablando. En ese momento, mi acompañante —varón, un metro ochenta y cinco, barbado— estalló con su grave vozarrón: ¡Bueno, ya está bien! Y entonces sí, la señora se calló. Como no podía ser de otra manera, comencé a ver la película con muchas dudas metafísicas enturbiando mi pantalla mental. Las aparco para mejor ocasión.


A pesar de todo, según una encuesta del CIS que me invento ahora mismo, la experiencia del aquel día debo catalogarla como ampliamente satisfactoria, pues durante la película solo tuve que soportar el ruido crujiente de las palomitas que masticaba quien se apoltronaba a mi espalda. Han sido varias las ocasiones en que, acosada por los dientes ajenos trabajando cerca de mi oído, me he cambiado de butaca -más de una vez- durante una sola proyección. Ahí va la loca, que diría Rosalía (la gallega, no la Motomami). Porque claramente, la desequilibrada, la exacerbada, la desubicada, soy yo. No puede ser de otra manera cuando prácticamente en la totalidad de los cines, los tanques de palomitas y los grifos de refrescos, con sus largas colas de omnívoros, ocupan más de medio vestíbulo. Creo que a nadie se le ocurriría entrar en una sala de teatro ni en el Auditorio Nacional con semejante cargamento de comida. Ni siquiera se lo permitirían, afortunadamente. No puedo imaginar a Segismundo un volcán, un Etna hecho, quisiera sacar del pecho pedazos del corazón viendo cómo el señor de la segunda fila engulle a puñados su olorosa cisterna de maíz crujiente. ¿Por qué se permite en el cine lo impensable en el teatro? Se me dirá que el cine es un entretenimiento popular, mientras que tal vez el teatro y la música clásica son considerados aún una forma de ocio “elegante”. Pero no nos engañemos: ni en las comedias más prêt-à-porter se le ocurriría a nadie vender palomitas en el vestíbulo. (Ahora es cuando mis amigos actores, ellos sí, con razón, me pueden increpar horrorizados: ¿¡A dónde vas, loca!? ¡No des ideas!). Alguien tal vez querrá responder que en sus orígenes y durante el esplendoroso teatro barroco, el público gritaba y comía sin pudor ni complejos. Es cierto. Pero también en el esplendoroso barroco las brujas ardían en la hoguera.

Tal vez es que yo tengo el oído demasiado sensible, igual que mi amiga C. tiene sensible el olfato hasta el punto de saber que algo huele a podrido en Dinamarca desde su balcón en Vallecas. Sea como sea, lo cierto es que comer palomitas en el cine me sigue pareciendo una costumbre incivil, y que escuchar cómo mastican mis compañeros de sala me empuja cada vez con más fuerza a refugiarme frente a la pequeña pantalla de mi pequeño, tranquilo y silencioso salón. Ahí va la huraña, acabará diciendo mi poema.



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