Agua

 

Iba a la cocina para abrirme la cervecita de los viernes por la noche. Acababa de adentrarme en las densidades argumentativas de una filósofa que cuestiona las teorías de la psicología evolutiva según las cuales el altruismo no existe porque nuestros genes son egoístas. Necesitaba una pausa.

Antes de abrir la nevera (justo antes, ese instante en que tomas una decisión, ese hito temporal en el que todo podría haber sido distinto) decidí comprobar la presión de la caldera, que a veces se pone mohína y baja más de lo que debe. Oh. Oh. Estaba en la zona roja de baja presión. Sé que hay que girar la palomilla negra. Sé que hay que meter presión poco a poco. Lo sé. Pero nunca antes me había visto en números rojos, y me asusté como si la casa entera pudiera desplomarse sobre mi torpe cabeza. Así que giré al máximo la palomilla negra. Ay, la polisemia. Cuando quise cerrarla, ya era demasiado tarde. La presión había superado el límite de seguridad y la caldera empezó a soltar una catarata niagaresca para ponerse a salvo. Me dio tiempo a coger un cazo antes de perder la calma, porque di por sentado que, en cuanto se liberase de su carga, mi amiga electrodoméstica volvería a comportarse con normalidad. Pero aquel torrente no paraba de salir con fuerza, con ganas. La aguja del manómetro se retiraba momentáneamente a la zona verde, pero regresaba de inmediato al peligro de los números rojos. Yo solo podía sostener el cazo y vaciarlo al ritmo de la Macarena. A partir de algún momento (otro hito temporal), fue evidente que el manantial no tenía ninguna intención de parar. Por suerte llevaba el móvil en el bolsillo (bendita condena) y podía usarlo sin dejar de recoger agua a duras penas con la otra mano. El cazo tardaba dos segundos en llenarse, pero al menos el fregadero estaba cerca. Solo se había inundado la encimera, donde permanecían enchufados la tostadora y un pequeño aparato de aire. ¿Llamé a un teléfono de emergencias? No. Llamé a mi novio por si él sabía qué hacer para evitarme llamar a un fontanero de urgencia. Sí, mi reacción fue sexista y rácana a la vez. Me cubrí de agua y de gloria. Mi novio, filólogo como yo, tenía aproximadamente la misma idea que yo sobre cómo arreglar calderas que se desangran. Insistió en que cerrara la palomilla negra, pero obviamente, le dije, eso ya lo había hecho. ¡No podía cerrarla más! Le supliqué que buscara un teléfono de emergencias, pues yo empezaba a entrar en crisis mental y no podía moverme del único punto del universo desde el que era posible seguir achicando agua antes de que el líquido alcanzase la tostadora o mi cocina entera pareciera el pantano de San Juan. Ni siquiera podía ponerme a mirar las instrucciones de la caldera; habría salido nadando antes de hacerme con el índice del manual. Llamé entonces a mi vecina Bea, por si podía sujetar el cazo mientras yo volvía a poner mi cerebro en funcionamiento. No sé de cuántos apuros me ha sacado ya Bea, es una vecina de película. Pero esa noche no estaba en casa. La pobre intentaba darme ideas por teléfono, pero tampoco tenía muy claro lo que debía hacer. Me dijo que llamaría a su marido, un bombero también encantador, que se hallaba en Grecia en ese momento. Llamé al servicio técnico, cuyo número figuraba en la caldera. Por supuesto, no me iban a atender un viernes a las nueve de la noche, pero en un incomprensible alarde de optimismo, me tragué entera la grabación del contestador. En español y en inglés. Pensé que al final dirían algo como “en caso de emergencia…” Ilusa de mí.

Mientras, el agua continuaba manando como si mi caldera fuese una fuente mágica. Mi novio llamaba y yo ya no podía responder. Estaba demasiado ocupada intentado llegar con un brazo a la parte superior de la nevera, donde reposa el barreño más grande de la casa, sin soltar al mismo tiempo con el otro brazo el pequeño cazo que me estaba acompañando desde el principio en una aventura que a todas luces le venía grande. Pepe Viyuela habría estado orgulloso de mí.

 Pasé entonces al plan B, o sea, llamar a Tomás, el jardinero que conocí en otra época de mi vida en la que tenía un jardín que cuidar. Ahora somos casi vecinos. Pero pasé de Tamara a Vanesa seis veces en mi lista de contactos sin encontrarlo. Lo tenía guardado en la J. Imbécil de mí. Esta anécdota no pierde oportunidad de dejarme como una persona miserable.

 —Tomás, ¿estás en casa?

A esas alturas ya me faltaba el aire, estaba a punto de echarme a llorar como mi triste caldera herida. El pobre hombre debió de pensar que me estaban asaltando unos terroristas en la cocina. Sin parar de vaciar el barreño, le supliqué que viniera para que al menos uno de los dos pudiera probar alguna solución mecánica mientras el otro evitaba que mi casa se inundara. Mi pareja volvió a llamar y me dio un número de emergencias que supuestamente operaba en mi zona, un pueblo de mil doscientos habitantes al pie de la montaña. Los encargados de atender las emergencias me dijeron que no podían hacer nada por mí hasta mañana. ¿En serio? Que cortase el agua.

Tomás se presentó con un señor filipino al que yo no conocía de nada y que por lo visto es el manitas del barrio. Me avergüenza decirlo, pero hasta una hora después no caí en preguntarle su nombre. Se llamaba Paul, y no era fontanero, pero sabía hacer de todo porque “no me puedo permitir pagar a otro para que me arregle las cosas; y me gusta aprender”. Tomás pasó a achicar agua, mientras Paul buscaba la llave de paso. Yo respondía al teléfono. Mi novio me pasaba otro número de emergencias. Beatriz me daba las instrucciones que desde Grecia le daba su marido.

Con la calma de un bendito, Paul me dijo que la llave de paso estaba bloqueada. Saqué unas tenazas, luego unos alicates. Es lo más cerca de Mario Bros que he estado en mi vida. Pero no fue suficiente. Así que Paul fue a su casa y trajo una herramienta más potente cuyo nombre desconozco hasta la fecha. Habría podido partir un tráiler en dos con aquella cosa. Forcejeó cuanto pudo, mientras Tomás seguía vaciando el barreño infinito y animándome a tranquilizarme, pero con gesto circunspecto Paul me informó de que, si seguía forzando la llave, se partiría. Tomás achicaba agua a un ritmo frenético. Yo ya no sé lo que hacía, aparte de contener las lágrimas para no añadir más líquido inútil a la escena. Mi novio me dejaba mensajes de audio. Bea me dejaba mensajes de audio.  Todos querían ayudar. Paul me comunicó que debíamos buscar la llave de paso exterior a la casa; no teníamos muy claro cuál era, así que los dos salieron a la calle mientras yo vaciaba barreños con la velocidad de un hámster en una rueda. Solo quería largarme de allí y volver cuando todo hubiera terminado. Rozaba peligrosamente la histeria cuando la catarata empezó a adelgazar y a perder fuerza, hasta convertirse en un triste chorro chiquilicuatre. ­

­­—¡Hemos cerrado la llave de fuera! —me dijo Tomás, y su voz sonó como la de un niño que acaba de meter el gol de la victoria. Me hubiera echado en sus brazos de no ser porque aún había que achicar agua. Poco a poco la Macarena se fue pareciendo cada vez más a un fado. Volví a respirar. Todo estaba lleno de agua, los ojos, húmedos también. Cuando se marcharon, el silencio en casa tenía otra textura. Recogí toda el agua que inundaba la encimera, sequé el suelo, me cambié de ropa. Respiré. Llamé a mi novio. Llamé a Bea. Me abrí por fin esa cerveza. Y pensé en las teorías de la psicología evolutiva que niegan el altruismo. No sé nada de etología humana ni de genética, pero solo podía sentirme agradecida por toda la generosidad del equipo: mi pareja, Bea, el marido de Bea desde Grecia, el jardinero Tomás, el manitas Paul llegado veinte años atrás desde Filipinas. Me sentí afortunada. Vivo sola. Pero no.

 Epílogo

 Al día siguiente, me di cuenta de que a Bea le habíamos cortado el agua por error desde la calle. Pero, sobre todo, Paul volvió a casa, cargado de herramientas y generosidad. No os aburriré con más detalles. Basté decir que comprendí la causa del estropicio: me había dejado abierta la palomilla negra.

Comentarios

Entradas populares de este blog

L.S.

No olía a sudor

Tutoría