Tu primer recuerdo

 El otro día escuché una conversación en la que cada cual debía responder a la pregunta ¿Cuál es tu primer recuerdo? “El caramelo que me compraba mi padre en la tienda de debajo de casa”. “Las estrellas que pintaba en un bloc que me había regalado mi tía”. “La siesta en el cuarto de mis abuelos”. Afortunadamente, la conversación tenía lugar sobre la encimera de mi cocina y yo no tuve que responder a la pregunta; es lo bueno que tiene el transistor, que no tienes que implicarte demasiado si no quieres (sí, ya sé que puedo escuchar la radio en el móvil, pero en esto soy un señor antiguo y voy de un lado a otro de la casa con mi transistor, que me ofrece un abanico de tentaciones mucho más limitado que el smartphone). 

Cada vez que surge esa pregunta en una conversación, me tiemblan un poco las pantorrillas como si fuese a examinarme por sexta vez del carné de conducir. O más bien, como si el tribunal de oposición se dirigiera a mí con la voz del doblador de Robert de Niro: ¿Cuál es su primer recuerdo, señorita? (Bueno, no nos engañemos, ya he alcanzado la edad de que me llame señora incluso el propio Robert). Respuesta: no tengo ni idea. Las imágenes de mi yo más diminuto están plastificadas en un álbum de fotos, no en una región craneal dentro de mi cabeza, aunque a veces la mente quiera engañarme llevándome a esos momentos estáticos que empiezan a amarillear. Después de mis titubeos imbéciles empiezan los amigos a contestar, con los ojos entornados y un deje de miel en la garganta: lo primero que recuerdan es el paseo con su madre en una barca de El Retiro o las sábanas con elefantitos de la litera de arriba. A mí se me queda cara de idiota. ¿En serio? ¿Cuántos años teníais? Yo soy incapaz. En cierta ocasión, una psicóloga me dijo que la memoria es muy sabia y que si no recordaba nada de esos años, por algo sería. Que la mente bloquea los recuerdos chungos. Bueno, en mi caso, los recuerdos chungos de la infancia empiezan en la pubertad y están grabados en alta definición, así que me parece que me ha tocado una memoria defectuosa. A la psicóloga le pagué la sesión igualmente, ella no tenía la culpa. 

Sin embargo, hace poco leí en El poder de las palabras, de Mariano Sigman, acerca de lo tramposa que es la memoria. Contaba varios ejemplos de recuerdos, incluso de personas ilustres (el mismísimo Piaget), que al final se habían revelado como completamente inventados, a pesar de llevar toda la vida convencidos de que los hechos en cuestión habían sucedido realmente y de haberlos relatado durante años con todo lujo de detalles. Eso me permitiría albergar alguna esperanza sobre mis propios recuerdos odiosos (¿y si me los estoy inventando?). Lamentablemente, ciertas catástrofes dejan pruebas irrefutables. Pero este conocimiento sobre las trampas de la memoria sí me permite dudar de todos aquellos que, enternecidos, me hablan de su primer recuerdo. Así supero un poco mejor la puñetera envidia. Y, sobre todo, me permite decidir cuál es mi primer recuerdo. De entre la maraña de imágenes y sensaciones vagas que soy incapaz de ubicar en el tiempo, hay una a la que le tengo especial cariño: soy una niña y estoy bañándome yo sola en el mar; hablo en voz alta porque juego a que esa porción del Atlántico es mi casa, donde recibo a las visitas o gestiono en bañador asuntos importantísimos. Hablo y hablo. Todo se puede hacer en ese trocito de mar en el que aún, por poco, hago pie; todos los personajes que imagino pueden hablarme de las cosas importantes que les pasan, todas las conversaciones son posibles entre las olas y mi boca. Estoy tan feliz ahí sola, y tan bien acompañada. Ven, entra en mi casa, le digo a algún amigo que flota en el aire cargado de salitre. Hablo con el agua y nadie me toma por loca.

No tengo ni idea de si esa es realmente mi primera memoria, porque  ¿cuántos años hay que tener para que te dejen bañarte sola en el mar si el agua te llega hasta el pecho? Seguro que era mucho mayor que todos aquellos niños que las memorias de mis amigos atesoran con el membrete de “mi primer recuerdo”. Pero yo en esa carpeta tengo un vacío muy grande, y da igual lo que pueda contarme Sigman o el mismísimo Piaget: hoy he decidido llenarlo con las palabras que rodaron entre mi boca y el  mar. Quizá no es mi primer recuerdo, pero no queda nadie para desmentirlo. 


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