Viernes, última hora
Principios de febrero. Viernes, última hora de la mañana. Hace frío y un cielo de acero parece a punto de romperse. Falta un profesor y me toca quedarme de guardia con un pequeño grupo de seis alumnos de trece años. Pongamos que son Ileana, Li Jie, Fátima, Said, Asier y Zoe. Ponnos una peli, profe. Como soy una nostálgica y a veces funciona, les pregunto si han visto E.T. La mitad la han visto ya y, antes de que me dé cuenta, le han hecho un resumen casi perfecto del argumento a la otra mitad. Es un extraterrestre que se despista, se hace amigo de un niño y van volando en bicicleta hasta que lo devuelven a su planeta. Miro a Zoe impresionada por su capacidad de síntesis. Me acuerdo entonces de algunos cortometrajes guardados en una lista de Youtube a la que bien podría etiquetar como “Kit de supervivencia para la guardia de los viernes”. Les pongo Cocodrilo. Si no lo habéis visto, os animo a hacerlo ahora. Son apenas cinco minutos, el resto de mi historia puede esperar. El cielo aún no se ha roto. En uno de los momentos más emotivos del vídeo, Fátima mira hacia el ojo de buey de la puerta como si sintiera que hay alguien al otro lado. Me apresuro, agarro esa excusa para salir al pasillo a comprobar si está todo en orden, aunque lo que realmente necesito es secarme los ojos. Qué ridículo, lo sé. Con los dedos sobre los párpados, me pregunto qué habrá de malo en que vean a la profesora llorar; soy de lágrima fácil, qué le vamos a hacer. No los conozco, me digo, como si ante mis propios alumnos fuera a permitir que las lágrimas salieran. No comprendo el porqué de esa vergüenza, pero el rubor está ahí, tiene peso, densidad, aliento y temperatura. Siento muchas ganas de dejarlo escapar, pero vuelvo al aula.
El corto termina y abrimos un pequeño coloquio. Hablan despacio, escuchan. Said permanece en silencio pero sus ojos miran de tal modo que todos entendemos lo que dice. Me caen bien. Ponnos otro, profe, me dice Asier; Sí, otro, otro, insiste Ileana mientras amontona las tarjetas de San Valentín que ha escrito a todas sus amistades. Les sugiero uno que al parecer ya conocen, pero se parten de risa y deciden verlo de nuevo. Luego ponemos otro que habla de lo fácil quees encasillar a las personas. En realidad, es un anuncio de un canal de televisión danés, pero sus creadores pusieron la dosis justa de poesía para que yo tenga otra vez un asterisco en la garganta. Al final todos nos parecemos en algo, dice Said con la mirada perdida entre las ramas de los árboles del exterior.
¡Está nevando! Corremos los siete a la ventana y nos quedamos tres minutos en silencio, alineados, con las frentes y las manos pegadas al frío cristal: los copos bailan en el aire antes de posarse ligeros sobre la acera. ¡Se me van a mojar mis tarjetas! ¿Qué puedo hacer, profe? Le ofrezco una funda de plástico al tiempo que el algoritmo de Youtube nos presenta Napo. Dieciséis minutos; perfecto para el tiempo de clase restante; no lo he visto, pero es un corto de animación con un claro estilo Pixar. Supongo que será adecuado. Arranca una historia llena de colores, sin diálogos; a los dos minutos ya hemos visto al abuelo en mudanza forzosa a casa de su hija, en la que vive en un mutismo desolador. ¿Tiene Alzheimer, profe? Voy a llorar. Yo lloro con todo, profe. Ay, me da mucha pena. Le digo a Ileana que no se preocupe, que a mí me pasa lo mismo y que podemos llorar juntas. Los demás sonríen. Nadie se burla y todos quieren continuar con la historia, que va apuntando hacia el único final posible. En el aula solo se oye la música que acompaña a las imágenes. La nieve se va convirtiendo en agua al otro lado de la ventana. Los créditos descienden por la pantalla como lentas gotas de lluvia. Ileana se seca las lágrimas. Yo miro al otro lado del cristal. Menos mal que llevo mi rímel, dice de pronto. Y todos ríen con esa risa con la que la tensión se nos relaja como saliendo de un globo desanudado, esa risa que es en realidad prima hermana del llanto, pero sin el extraño y punzante aguijón de la vergüenza. La clase ha terminado. Buen fin de semana.
Me encanta Elisa, tan natural!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Mónica!
ResponderEliminarMe descubres, con agrado, que aún no he olvidado la ternura que me inspiraban, a ratos, mis alumnos. Y, lo confieso, yo también soy de llorar. Especialmente a cuenta de las emociones positivas. En alguna ocasión hasta he necesitado de la interminable ristra de los títulos de crédito de una película para recomponerme. Sin embargo, nunca dudé de que quienes me acompañaban hasta el final lo hacían, aunque se me escapa en su propósito, por un interés cinéfilo. Pero acaso eran una panda de llorones, como yo. ¿Te imaginas?
ResponderEliminarQué bonito lo cuentas. Gracias Elisa
Gracias a ti por leerme y comentar, Paco. Me alegra haberte recordado esa ternura. Y me encanta la imagen de los cinéfilos secándose los ojos y sonándose la nariz con la excusa de ver todos y cada uno de los nombres del equipo técnico de la película; da para un relato tragicómico. Un abrazo fuerte.
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