"A mí no me va a dar tiempo"
Tiene aproximadamente diez centímetros de ancho por siete de largo y uno y medio de alto. Es negro, plano, compacto. Un amigo me dijo, riéndose de mi anacronismo, que probablemente era la única persona que aún usaba un disco duro externo. Pero cuando mi ordenador decidió que necesitaba pasar por una ITV profunda, me compré el cacharro para asegurarme de que no perdía nada de valor cuando un experto informático le abriera las tripas a mi viejo portátil. No me habléis de la nube, por favor. Cuando las nubes llevan la firma de Google solo me producen escalofríos. Finalmente tuve que cambiar de ordenador, pero lo tenía todo a salvo en mi pequeño disco duro externo. Casi podía mirar a mi amigo con condescendencia y reírme yo.
Hace meses que uso mi nuevo PC, pero aún no he traspasado todos los documentos e imágenes desde el salvavidas. Me pongo a ello y decido que es un buen momento para hacer limpieza. Tengo tantas fotos prescindibles, que no sé por dónde empezar. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Al menos las más antiguas están organizadas en carpetas. Empiezo por la A: “Alumnos de Bachillerato”. Hoy para mí sería impensable una carpeta así, pero aquel curso, hace ya diecisiete años, fue especial. Abro el archivador y solo encuentro algunas fotos sueltas del día que fuimos a la Feria del Libro o a hacer una ruta por el Madrid literario. Faltan fotos. Lo sé. Unas imágenes en el patio de butacas de un teatro. No las encuentro en el disco externo, pero sí están en mi memoria. Las recuerdo porque sé que aquel día aún estaba ella. Algo ha fallado.
Se llamaba Daria y era la chica más alta del grupo. También, probablemente, una de las más inteligentes y trabajadoras, además de guapa. La veías charlar con todos, reír. Participaba mucho en clase, un grupo extrañamente reducido de diecisiete alumnos de primero de bachillerato en un barrio en el que la mayor parte de los alumnos abandonaban antes de acabar la obligatoria. Su tutor y yo habíamos conectado especialmente con ellos, así que aprovechábamos cualquier ocasión para organizar actividades transversales o extraescolares. Tenían tan buena predisposición para todo, que daba gusto proponerles cualquier cosa.
Un día, a la hora del recreo, otra de las alumnas, llamada Pilar, estaba charlando con Daria, que a pesar de hablar un español casi perfecto, en contadas ocasiones usaba expresiones poco comunes, dado que en su familia solo se comunicaban en rumano. Las dos chicas hablaban del futuro. ¿Te gustaría tener hijos? Preguntó Daria. Pilar le dijo que sí, seguro, cuando fuera mayor. ¿Y a ti? A mí no me va a dar tiempo. Pilar no entendió bien su respuesta, pero lo dejó pasar como un error idiomático.
Esta conversación la conocí al día siguiente, cuando Pilar me la contó. Acababa de entender lo que Daria quería decir. Yo ese día llegué tarde al instituto porque amanecí con un sangrado inexplicable y me fui a urgencias. Cuando salí del hospital, corrí para no perder el autobús. Llegué al instituto sin aliento a la hora del recreo y atravesé el patio con la aceleración de quien no acostumbra a llegar tarde y quiere justificarse. Pero a medio camino un compañero me frenó en seco. Me preguntó si yo daba clase en 1º de bachillerato, sabiendo de antemano la respuesta. Y me señaló al grupo de alumnos que, junto con el tutor, me miraban desde el otro lado de la puerta, por el que acababa de pasar a toda velocidad sin percatarme de su presencia. Ni de sus rostros desencajados. Escuché de mi compañero la información sin lograr asimilar su significado: Daria se había suicidado.
Durante varios días me costó dormir. Imaginaba el fantasma de Daria en mi salón. Intentaba entender. Me culpaba por no haber sabido ver. En aquella época estaba sacándome el carné de conducir, pero tuve que dejarlo por recomendación del profesor: entre rotonda y rotonda solía estallar en ataques de llanto incontrolable. Mientras, en el instituto, un espacio vacío en la segunda fila recordaba la ausencia de Daria.
Han pasado diecisiete años desde entonces y aún me estremezco al recordarlo. Daria fue el primer cadáver que vi y su imagen extrañamente maquillada permanece en mi memoria con un dolor que la convierte en parte de mi vida. Miro las fotos que guardo en mi disco duro. Mireya, Carlos, Estefanía… Ella ya no estaba en la Feria del libro ni en el paseo por el Madrid literario. Pero sé que estaba en el teatro. Y me pregunto en qué momento decidí borrar aquellas fotos. Me enfado conmigo y cuestiono mis estúpidas decisiones, aunque poco importa ya nada de eso. No me hace falta ningún dispositivo externo porque, en realidad, es la única de todos ellos a la que siempre llevo conmigo. Un antes y un después en mi albergue de dudas. Un agujero negro que me recuerda que a veces todo puede volverse incomprensible. Han pasado diecisiete años y sigo esperando respuestas. Pero sé que esas, por supuesto, tampoco podré encontrarlas en el disco duro.
Comentarios
Publicar un comentario