La salamanquesa
Volvía a casa después de mi clase de pilates. Al salir del coche, por primera vez en muchas semanas, no sentí frío en el espinazo ni tuve que sortear charcos. Miré al cielo, despejado por fin, y me detuve a observar un incipiente amago de luna. Pararse así unos minutos en la penumbra de la noche sin que la espalda se contraiga aterida bajo el abrigo es uno de esos placeres que solo pueden disfrutarse la mitad del año. Por fin estábamos ahí, había llegado la primavera. Sin proponérmelo, acudieron a mi mente como una melodía las tardes largas de luz, el olor del jazmín, las noches veraniegas, las cenas al aire libre y mi querida, mi pequeña salamanquesa trepadora.
Cuando vine a vivir al campo, hace ahora trece años, era incapaz de distinguir un fresno de una encina. No es que ahora sepa mucho más, pero al menos no comparo cualquier árbol con un semáforo. La primera noche que pasamos en nuestra nueva —y anciana— casa, mi pareja y yo dormimos en unas esteras tiradas en el suelo del desván porque nosotros habíamos llegado al campo antes que nuestra cama. A los pocos minutos de tumbarnos, con la emoción y los nervios de nuestro cambio de vida hormigueándonos bajo la piel, vimos moverse algo que se arrastraba por el suelo, a pocos centímetros de nuestra cara. Rápidamente brincamos y encendimos la luz horrorizados. Una salamanquesa correteaba por la estancia, sin duda más asustada que nosotros ante la invasión de los mostrencos que acababan de invadir su espacio. Armados con fregona y escoba, abrimos hostilidades contra el pobre reptil porque no concebíamos la idea de echarnos a dormir en su territorio sin antes haber acabado con ella y con toda su familia, caso de que la hubiera. Como mostrencos que éramos, logramos nuestro propósito en menos de diez minutos y volvimos a nuestras esteras con un ramalazo de intranquilidad más o menos controlado. Solo al día siguiente, gracias a San Internet y con el cadáver aún caliente, descubrimos las importantes diferencias entre una salamandra y una salamanquesa, así como la inocuidad de nuestra anfitriona asesinada y la atrocidad de nuestro comportamiento. Trece años después sigo sintiéndome culpable.
Sea por la culpabilidad o porque el paso de las estaciones va dejando su huella en mi organismo, la cuestión es que me hizo desproporcionadamente feliz saber, hace cuatro veranos, que en mi nueva casa de soltera habitaba una pequeña y preciosa salamanquesa trepadora. A veces la encontraba escondida en el buzón, pero fundamentalmente aparecía en el jardín durante las noches de verano, junto al farolillo de la pared en torno al cual revoloteaban las polillas de su menú. Sentarme allí en medio del silencio nocturno, sin otra preocupación que mirar la lluvia de estrellas o el banquete de mi pequeña compañera de piso me proporcionaba una paz que no puede superar ninguna estación del año. Observarla tenía en mí el efecto de una meditación y fantaseaba con la idea de que ella me sabía allí, acompañándola. Su presencia en la pared era, además, la constante que mantenía en orden el pequeño cosmos de mi vida: verano, anochecer, silencio, farolillo, salamanquesa.
El año pasado, durante mi viaje de vacaciones, se instaló en mi casa un amigo al que le apetecía un poco de tranquilidad campestre. Le hablé de los pequeños placeres que ofrecía mi hogar, entre los cuales estaban sentarse en el modesto jardín al anochecer. Cuando regresé, con el mes de agosto ya preparando esporádicas nubes y tormentas preotoñales, muy de final de película o de la muerte de Chanquete, me senté a observar la luna y la pared del farolillo, esperando la llegada de mi mascota involuntaria. Pero esa noche no apareció. Ni la siguiente. Ni la de después. Me dio vergüenza preguntar a mi amigo si la había visto durante aquellos días y una tristeza a todas luces desproporcionada se me instalaba en el ánimo cada noche cuando, resignada, tras un un par de horas de espera, regresaba al interior de la casa y me iba a dormir sin haberme reencontrado con mi querido reptil. En mis tres semanas de viaje podían haber pasado muchas cosas. Imaginaba a cualquier milano lanzándose sobre el rincón-madriguera de mi amiga y devorándola con la misma determinación con la que ella se zampaba una polilla tras otra. O tal vez era solo parte del ciclo habitual de su vida y ella dormitaba hibernando en algún lugar, resguardada del filoso final del verano.
Comenzó el curso, el otoño. El frío. La crispación de los músculos bajo el abrigo. Las noches de edredón. No creo que volviera a pensar en ella en varias páginas del calendario. Por eso yo misma me sorprendí ayer cuando, al bajarme del coche después de mi clase de pilates, al sentir que el calor se aproximaba, acudió a mi mente como con un resorte mi pequeña salamanquesa trepadora, a la que en realidad nunca había olvidado. Me llené de calma y de verano. Creí oler el jazmín. Tal vez mi amiga esté muerta, pero desde entonces yo me pregunto, con una alegría desproporcionada, si se acerca el día en que volveré a verla.
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