Kira

 

El verano siempre es un buen momento para volver a Gerald Durrell y sus aventuras en Corfú. Leo sus anécdotas infantiles, sus escapadas nocturnas para pescar diminutos ejemplares marinos que encerrará en frascos de observación, sus paseos entre olivos a lomos de una burra que le han regalado por su cumpleaños… y su vida se me presenta como las vacaciones perfectas. Pero Gerry no está de vacaciones. Tiene un profesor particular, Teodoro, decidido a que el niño aprenda cuanto sea posible. Como sabe que solo en plena naturaleza es capaz de interesarse por sus explicaciones, se lo lleva a la playa o al bosque para dar allí sus lecciones, buscando siempre una roca, una planta o un animal que sirvan para ejemplificar cualquier concepto nuevo. Me muero de envidia y pienso: yo también habría querido un Teodoro. Entonces, como brotada del último puntal de una raíz muy vieja, aparece en mi memoria Kira. No había vuelto a pensar en ella en todos estos años. Y me asombra la ingratitud de mi desmemoria.

Creo que había terminado sexto de EGB. Mis padres habían mandado a mi hermano a Inglaterra para que aprendiera inglés, pero a mí aún no me había llegado el momento, la edad de salir al extranjero. Aunque mi boletín de notas final hablaba mejor que bien de mi rendimiento académico, por alguna razón mis padres decidieron ponerme una profesora particular durante el mes de julio. Así no se aburre sin su hermano (en realidad, mi hermano y yo compartíamos muy poco por aquel entonces). Así no olvida lo aprendido (esa lucha infructuosa contra el “efecto verano”). Así amplía sus conocimientos (esa común desconfianza en el sistema educativo). Me gustaría saber cuál fue el verdadero motivo, pero ya no queda nadie a quien preguntar. Así que saco conclusiones y llego a esta: mi madre se encontró en la pescadería de Asun con la madre de Kira, que le dijo que su hija, estudiante de Historia, buscaba un trabajo de verano dando clases particulares, que si sabía de alguien que pudiera necesitarlas. La mía, siempre impulsada por un apremiante deseo de solucionar cualquier problema ajeno, creyó encontrar la respuesta perfecta ofreciéndole a su propia hija como alumna. Un win win, que diría hoy algún gestor de personal un poco cursi. Que la niña hubiera sacado unas notazas era un detalle menor. No recuerdo la cara que se me quedó cuando me comunicaron que Kira vendría a darme clases particulares de Sociales dos días por semana durante las vacaciones. Supongo que me mantuve en el papel de niña dócil que tan bien ensayado tenía y dije ah-pues- muy- bien, que venga. Qué nombre más extraño, Kira.

Y qué bueno fue, esa vez, no rebelarse.

Preparé mis libros, mis cuadernos, mi estuche, mi mejor cara, para recibirla. Y la quise desde el momento en que entró por la puerta. Kira tenía los ojos muy claros, la mandíbula cuadrada y un peinado aéreo y ochentero como para portada de disco. Era simpática, espontánea, resuelta. Molto bene!, me decía cada vez que hacía algo bien. Molto bene!, le contestaba yo, después, con cualquier excusa, solo por parecerme un poco a ella. Juntas colonizamos el sacrosanto despacho de mi padre, y apartamos a un lado el vade de sobremesa (acabo de aprender esa palabra) para dibujar mapas, para repasar las capitales de Europa, para intentar entender la dichosa Restauración. Pero sobre todo, creo, para conversar. Al final, era verdad que con mis padres trabajando, mis amigas de vacaciones y mi hermano aprendiendo inglés a mil quinientos kilómetros de distancia, necesitaba alguien con quien hablar. Porque era gustoso confesarle secretos, preguntarle cómo era la vida unos años más adelante (algún día yo llegaría a ese pelo y esas hombreras), tener una cómplice. A día de hoy, son imperdonables mis lagunas sobre los ríos europeos, y no podría hablar más de un minuto sobre Cánovas del Castillo; poco ha quedado de aquellas ciencias sociales en mi memoria. Y sin embargo, de aquel verano con Kira en el despacho de mi padre, recuerdo con intensidad la conversación y la risa. Porque Kira era querible. O porque yo estaba deseando querer.

Al acabar el verano, como despedida, Kira me llevó al cine (de la película me acuerdo mucho mejor que de la Restauración). Sí, era pequeña para salir sola al extranjero, pero la idea de atravesar la Gran Vía acompañada solo de aquella joven de pelo cardado me hacía sentir casi mayor. Aquella tarde me arreglé frente al espejo, imaginando que éramos dos amigas que salían juntas un viernes por la tarde. Y sin embargo, algo dentro de mí quería mantenerme en el estricto territorio de la infancia, para que Kira tuviera que volver el verano siguiente a cuidarme de esa manera suya que era darme clases de geografía e historia. Tres días en vez de dos, si pudiera ser.

Ya sé que el asfalto de Madrid está muy lejos de parecerse a las playas de Corfú, pero cada cual pone sus islas donde puede, y Kira fue, durante aquel verano, mi compañera, mi maestra, mi propio Teodoro entrañable. Me pregunto qué habrá sido de ella y qué recuerdo tendrá de mí. Me dirás que tal vez Instagram nos permitiría encontrarnos; pero como dijo Félix Grande y después Sabina, al lugar en que fuiste feliz es mejor no tratar de volver. Prefiero quedarme con la sonrisa, con la frescura, con el cariño inesperado de una jovencísima profesora adorable que tenía los ojos claros y un nombre muy extraño.  

Espero que este verano hayas sido feliz en tu Corfú. Y que alguien te lleve al cine.

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