La otra

 

La semana pasada acudí al teatro con un nutrido grupo de amigos y colegas de profesión. Hacía tiempo que no organizaba una quedada de estas características. Tal vez por eso vino a mi mente una de muchos años atrás que difícilmente puedo olvidar.

 Fue en mi época de soltería cuando conocí a X. Él también era profesor. Recuerdo el momento en que nos conocimos: abrió la puerta del aula en que yo estaba dando clase, buscando a algún alumno para no sé qué cosa. En lugar del alumno, me encontró a mí. Nos encontramos.

Desde ese primer día, no dejamos de buscarnos. Cualquier excusa era buena para detenerse a hablar en un pasillo o alargar una reunión. Era mi crush, como dirían nuestros adolescentes hoy. Y yo era el suyo. Aún no existía whatsapp, pero nos faltó tiempo para intercambiar nuestros correos electrónicos e iniciar una correspondencia cómplice cuyo único objetivo era seguir seduciéndonos mutuamente. Me recuerdo hablándole de él a mi mejor amigo, anticipando el momento en que colapsarían por fin los planetas entre su boca y la mía; al fin y al cabo, por muy adolescentes que estuviéramos, no era cuestión de pararse en un pasillo y dar rienda suelta a nuestro alboroto hormonal, cada vez más convertido, según me parecía, en una semilla de amor que traspasaba con mucho la enmarañada red del deseo. La cuestión es que la salida al teatro llegó como caída del cielo para tener la oportunidad de vernos fuera del instituto. No hacía falta decirlo, los dos sabíamos que ese sería el día. Probablemente también lo sabían todos nuestros colegas y hasta los acomodadores del teatro. Cuando la obra terminó, después de las cañas de rigor, no hubo muchas dudas sobre qué medio de transporte usaría cada cual para volver a casa. Él, su coche. Yo, también.

Aún me recuerdo, sentada en el asiento del copiloto y ascendiendo por la rampa de salida del aparcamiento. Algunas palabras tienen el poder de fijar en la mente un mapa espacio-temporal en alta definición. No estoy bien, me dijo sujetando el volante. Me extrañó, porque yo no podía estar mejor, y hasta hacía un minuto todos sonreíamos como si la pieza teatral hubiese sido una adaptación cómica de Qué bello es vivir. No estoy bien, porque desde hace tiempo no puedo dejar de pensar en ti. (Joder, qué bien, yo no aparcaba mi sonrisa bobalicona, tan ciega estaba que no lo vi venir). Pero tengo pareja. Y entonces sí. Entonces se me borró la sonrisa de la cara como si me hubieran arrancado la boca de un zarpazo.

No recuerdo el trayecto hasta el portal de mi casa: imaginarlo en mi habitación y despidiéndose después de mí para meterse en otra cama no entraba en mis planes, me habría hundido en llanto el resto de la noche, el resto del año. Yo también pienso en ti a todas horas, le dije. Pero no voy a ser la otra.

Como mi mensaje quedó rotundamente claro, los días en el instituto cambiaron de color y de textura desde entonces. O tal vez no tanto. Nos faltaba fuerza de voluntad suficiente para mantenernos cada uno en nuestro territorio. Recuerdo algún abrazo furtivo y otoñal en el silencio del final de la jornada. Entendía que no dejase a su pareja por alguien a quien conocía desde hacía tan solo tres meses, pero Yo no iba a ser la otra, la segunda, la escondida. No tenía herramientas para soportar serlo. Era lo único que tenía claro y que le quedó claro a él. O eso creía yo.

 Se acercaban las vacaciones de Navidad, que X iría a pasar con su familia a Málaga. Dado que su pareja no era profesora, no tenía tantos días libres como nosotros y no podría acompañarle. Ella celebraría las fechas señaladas con los suyos, supongo. X concibió un plan, y aún me tiembla el esternón al recordarlo: He pensado, me dijo, que tú también podrías pasar las vacaciones en Málaga. Podrías reservar una habitación en un hotel. Podrías escoger uno que esté cerca de la casa de mi hermano. Podrías esperar a que yo esté libre de compromisos familiares. Así podríamos pasar tiempo juntos. Así podría saber si quiero dejar a mi novia. Básicamente, quería probar el producto antes de deshacerse del modelo antiguo. Sí, claro, podría. Pero no estaba dispuesta a hacerlo. Cuando recuperé el habla le pregunté qué parte no había entendido del enunciado Yo no voy a ser la otra. Supongo que en realidad no había comprendido nada, ni siquiera la primera palabra: en su diccionario mental el pronombre personal yo solo podía referirse a él.

Los colores del resto del curso evolucionaron con otra paleta mucho más rutinaria desde entonces y me arranqué el deseo a tiras pensando una y otra vez en su cretinidad. Después, me mandaron a otro instituto.

Años más tarde, con una excusa ridícula, contactó conmigo. Seguía con la misma pareja y había tenido un hijo. Debía de estar en la crisis de la paternidad, porque intentó convencerme de que estábamos muy cerca, tanto como para pasarse por mi nuevo instituto un día a tomar café. Para que te hagas una idea, ese cerca cubría más o menos la distancia entre Coslada y Sanchinarro. Por fortuna para mí, en aquel entonces ya existía whatsapp y pude darme el gusto de dejarlo en visto.

 El otro día, al salir de ese mismo teatro donde mi crush se convirtió en un error de guion, me pregunté cómo habría sido mi vida si muchos años atrás, en un acceso de debilidad febril, me hubiese ido a pasar aquellas vacaciones sola en una habitación de un hotel malagueño. Honestamente, no sé quién sería hoy, quién habitaría ahora el pronombre personal yo.

 Todo lo que no hicimos también da forma a lo que somos.

 

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