Reencuentro

 

Cuando una decide buscarse a sí misma en Google con nombres y apellidos puede llevarse una sorpresa. Sobre todo si pasa de los diez primeros resultados.

Yo tenía diecinueve años y seguramente un pavo con retardo. Él era un famoso escritor de edad provecta, entrañable y humanista. Alguien me dijo que recibía asiduamente cartas de sus lectores, que era un hombre accesible, cercano. No recuerdo cómo obtuve su dirección, pero me lancé a escribirle sobre el impacto que su novela me había producido con la única esperanza supongo de que supiera de mi existencia. No quiero ni pensar en la cantidad de cursilerías y lugares comunes a los que sometí a sus ojos cansados. Tanto me había identificado con la protagonista, que ahora mismo he estado a punto de escribir que llevaba mi nombre: pero todos los chatbots me desmienten. De acuerdo, Silicom Valley, no se llamaba Elisa. Tampoco yo firmaba siempre con este nombre por aquel entonces. Tanta era mi presunción juvenil, que en mis textos literarios, torpes e incipientes, me atribuí el seudónimo de Dido, la reina de Cartago, también llamada Elisa en la Eneida. Y por supuesto, tenía mi propio Eneas, que me abandonaría, igual que a ella, poniendo mar y tierra de por medio. Sea como sea, lo que Google no puede negarme es que una tarde cualquiera, mientras yo me esforzaba en alguna traducción de Virgilio, mi hermano entró en casa como un hombre bala circense y, llamándome a voces, atravesó el pasillo a toda velocidad sosteniendo una carta en la mano. Estaba tan emocionado como si le hubieran escrito a él. Qué bonito es compartir las alegrías con la gente que te quiere.

Dejé a un lado mi maltrecho cuaderno de latín, abrí el sobre con los dedos desbocados, y leí la carta conteniendo la emoción. Qué cosa más tonta querer contener la emoción cuando la emoción se empeña en desbordarse. Aquella carta me hizo sentir especial. Como la reina de una ciudad legendaria. No era un texto estándar de agradecimiento. Era personal, afectuoso, respondía a lo que yo le había escrito a él, a pesar de mi insoportable ridiculez.

Semanas después, en la Feria del Libro, me acerqué temblando a la caseta en la que Él firmaba sus obras. Me identifiqué. Me reconoció. Y me firmó mi viejo ejemplar además de otro que compré, con dos dedicatorias que se mantienen intactas en la primera página de cada libro, entre otros libros de otros autores que pueblan mi casa. Entre la primera y la segunda hay un abismo de palabras. Como si entre ambas hubieran transcurrido días y nos hubiéramos ido los dos juntos a tomar café y a conversar frente a frente durante horas. Como si entre un libro y otro, entre una y otra firma, algo nos hubiese unido con un afecto especial.

Los libros están ahí.

Las dedicatorias también.

Pero no encuentro las cartas.

He abierto la caja de zapatos donde guardo toda la correspondencia de aquella época. Han aparecido joyas y piedras que no recordaba. Cartas, postales, tarjetas de felicitación. Pero las suyas no están ahí. Sí, las suyas, en plural. Así de generoso fue. Si he conservado cartas de alguna gente a la que apenas recuerdo, es evidente que las de aquel autor amable que fue mi ídolo en otra vida no han podido ir a la basura en ninguna mudanza. Tienen que estar guardadas en otro lugar más seguro, a buen recaudo. Tan seguro que no las encuentro. Bajo al trastero, subo al altillo. Nada. Me meto dentro de las profundidades de un armario. Nada. Revuelvo carpetas, cajones, araño el fondo de las estanterías por si un demonio maligno ha creado un doble fondo para esconderme sus palabras. Nada.

Y sin embargo, puedo jurar que respondió. Google, no te atrevas a negármelo, porque incluso recuerdo una de sus despedidas: “No tengas prisa por arder en la pira”. No pudo escribirle esa frase a nadie más, porque ningún otro de sus lectores tendría la presunción de hacerse llamar con el nombre de la reina de Cartago, cuyos restos son quemados en la pira funeraria tras su suicidio, mientras Eneas, alejándose por mar, ve desde su nave el humo negro de la hoguera.

Es precioso y sorprendente que me respondiera. Más aún que lo hiciera dos veces. Pero más increíble aún es que conservase mi correspondencia, mis bobos delirios de adolescente tardía. Y sé que los conservó, porque Google, cuando pongo mi nombre y apellidos, después de diez o doce resultados, me ofrece otro que me sacude como un viaje al pasado en el Delorean: [Cartas y tarjetas postales], 1996, Madrid, a José Luis Sampedro. Autora: Elisa Ramírez Guerra, 3 cartas y 2 tarjetas postales en las que manifiesta su admiración por Sampedro y su obra, sus sentimientos y algunos asuntos personales. La carta n. 2 es un poema de la remitente”. Notas: Autógrafas firmadas, algunas como Dido. Algunas cartas con nota manuscrita de respuesta. Nota manuscrita con datos del remitente. Ubicación: Biblioteca Nacional”.

¿Un poema? Venga ya. Si alguna vez creí que mi memoria era un lugar seguro, la biblioteconomía me desmiente.

A veces, no hallamos en casa lo que buscamos y paradójicamente, navegando en la red, podemos llegar a reencontrarnos con nosotros mismos en lugares insospechados.

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