Punto de encuentro
Últimamente recuerdo a menudo a J. Aunque fuimos compañeros de clase desde los tres años, fue a los dieciséis cuando una última fila de aula nos convirtió en cómplices. Si mi memoria no falla, él tenía más amistad con algunas chicas que con ninguno de los chicos. Cuando echo la vista atrás, casi todos los alumnos se me aparecen conectados de un modo u otro; pienso en uno y detrás de su recuerdo viene el de otros dos o tres con los que aquel solía juntarse, como cuando coges del cesto una cereza que arrastra con su rabito verde a varias cerezas más. Y sin embargo, a J. –pelo negro, piel oscura, gruesas gafas para paliar su estrabismo– lo recuerdo como una isla.
He olvidado el comienzo, cómo empezó a escribirse la breve historia de nuestra amistad, pero mi tercero de BUP no habría sido el que fue sin él. Éramos tan, tan opuestos, que nos divertíamos con nuestros antagonismos. Si nos encontrásemos hoy, si no nos hubiésemos conocido nunca y el azar nos colocase cerca en este año que se aproxima, creo que nuestra relación se limitaría a unas pocas frases de cortesía reticente, si no a gélidos y desconfiados saludos silenciosos. Él pensaba que yo era demasiado progresista, casi revolucionaria; para mí, él era el colmo de la tradición más anticuada, con esa afición incomprensible por todas las representaciones de la Virgen y por el Cristo del Gran Poder (se empleó a fondo en explicarme qué era aquello, porque yo no podía entender que se adorase más a un Cristo que a otro, siendo todos el mismo). Nos reíamos mucho juntos, nos burlábamos el uno del otro, y al final cada uno acababa riéndose de sí mismo. Él tenía sobre mí la ventaja de que sabía dibujar, así que daba rienda suelta a su mordacidad con caricaturas que estampaba en los separadores de mi carpeta. He conservado aquel en el que me dibujó, brazos cruzados y ceño fruncido, vestida de novia el día de mi boda, y con un cartel de Izquierda Unida colgando de la cintura como un cilicio. Junto a mí, un novio bajito, de frac, me mira asustado. J. estaba convencido de que me acabaría casando por la iglesia. Eso sí, en San Francisco el Grande, por lo menos. Como yo no sabía ni dónde estaba eso, se persignó escandalizado. ¡Pero si está aquí al lado! No se puede ser tan ignorante. Así que aquel sábado me llevó casi del brazo a recorrer iglesias del centro de Madrid, como un guía turístico de Tripadvisor en recorrido privado. Luego, supongo, nos tomamos un aperitivo y seguimos riéndonos.
Pero esta no fue nuestra única excursión estrambótica para dos críos de dieciséis años. Por aquel entonces, yo estaba enamorada de nuestro profesor. Puede que J. también lo estuviera, porque lo cierto es que le gastábamos bromas juntos mostrando carteles desde la última fila en los que podía leerse ¡Viva Bollullos! porque era esa la villa de nacimiento de nuestro ínclito historiador. Un día, después de explicarnos el Romanticismo (J. y yo enganchados a la explicación como a una serie de Netflix), nos habló del Museo Romántico y nos recomendó que lo visitáramos. El horario de dicho museo, según pudimos averiguar después, era solo de mañana de lunes a viernes. Jamás habíamos hecho pellas ninguno de los dos, era algo casi impensable en aquel pequeño colegio de barrio. Que alguien se saltara las clases habría supuesto una inmediata llamada a casa. Aquella debió de ser la única vez en la historia escolar en que un par de adolescentes atolondrados avisaron a su profesor, casi con orgullo, de que se iban a saltar las clases del día siguiente. Supongo que esperábamos que también él estuviera orgulloso de nosotros. Tal vez también avisamos a nuestros padres, que debieron de pensar que nos habíamos vuelto locos. Me gusta imaginar a nuestras madres al teléfono: ¿A ti también te han dicho que van a hacer novillos para visitar un museo? ¿¡Qué estarán tramando!? Pero lo hicimos, y todavía recuerdo la adrenalina de montarme en un autobús un jueves a las diez de la mañana. De vernos por las calles del centro de Madrid a esa hora en la que todos aquellos a quienes conocíamos estaban encerrados en aulas o en oficinas. De empezar a pensar en cómo sería ser dueña de mi tiempo. De compartirlo con alguien tan estrambótico como yo y a la vez tan diferente, que hizo de tercero de BUP uno de los cursos más divertidos que recuerdo.
Nunca he vuelto a pasármelo tan bien con alguien tan distinto a mí. Ahora ya no sé cómo se hace.
Desde que abandoné el colegio, hace ya más de veinte años, no he sabido nada de J. Tampoco me he casado, ni por la iglesia ni por ningún otro rito tribal. Si algún día lo hiciera, me encantaría poder invitarlo a mi boda, aunque quizá también él haya olvidado cómo hacer para reírnos juntos de las diferencias.
Felices cenas familiares.
Comentarios
Publicar un comentario