Doña Inés y el becerro
Les cuento a mis alumnos la historia del Tenorio. Nos paramos a pensar en el dudoso orgullo de doña Inés, que parece haber venido al mundo para salvar al canalla. La chica dulce que redime al atractivo malote (en este caso, asesino y violador). Ese cuento que tantas veces nos creemos, ¿verdad? Veo entonces cómo pasan por sus mentes adolescentes las tramas de películas y novelas juveniles mainstream en pleno 2024. Y les hago una confesión (nunca prestan más atención que cuando les cuentas algún detalle, por mínimo que sea, de tu vida privada): Yo también me lo creí.
Quinceañera responsable, estudiosa, cómo no iba a colgarme por el repetidor de la clase, que tenía una moto y un todo me resbala por santo y seña. Ni siquiera era guapo. Su único atractivo era una supuesta rebeldía en realidad muy poco interesante y que (ahora lo sé) solo era el torpe disfraz de todas sus inseguridades. Las mías son evidentes a la luz de este relato. Su apodo significaba -me acabo de enterar, bendito diccionario- novillo, becerro. Me pregunto si él sabía su significado, si algún otro malote más malote que él le apodó así en el pueblo en que veraneaba para humillarlo y él se trajo el mote a la ciudad, donde sus compañeros de clase no habíamos visto más granja que la bandeja del supermercado.
Ni todos mis sobresalientes ni ningún otro posible logro me llenaban tanto de orgullo como ser la novia de X. Qué le vamos a hacer. En mi descargo diré que solo dos cursos antes había caído rendida de amor por S, tartamudo y diminuto, con el que me reía mucho porque era muy alegre y muy buena gente. Pero S no me quería a mí. Y acabé con el malote.
La vida puede estar llena de episodios vergonzantes.
Un día, alguien me había escrito un fogoso amago de carta de amor y yo se lo conté al novillo. Este, con las manos en los bolsillos, pulgares fuera y andares de cowboy, le espetó al enamorado: “Tío, respeta la propiedad privada”. Era un recreo y yo volví a clase henchida de orgullo y satisfacción. Yo era su propiedad privada y eso era para mí tal chute de autoestima que a punto estuve de desfallecer como una doña Inés de los noventa sin toca ni Brígida ni convento. Por supuesto, la confesión a mis alumnos no llega hasta este lamentable episodio (de hecho, no ha pasado del primer párrafo). Tal vez algún día, en tercera persona, me atreva a contarlo: Yo tenía una amiga que.
Ahora, más de treinta años después, creo saber qué vi en X. Lo terrible, en cambio, es que sigo sin comprender que él se fijara en mí.
Quiero pensar que ellas, las que en el aula escuchan los ciegos, embelesados versos de doña Inés, se dan cuenta de que don Juan es un miserable; que saben reconocer, aunque se esconda tras un apodo o un seductor avatar, el inconfundible aire de un auténtico becerro.
Quiero. Pero.
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