Ecos

 

I

Estoy en un concierto. De pronto, sin saber de dónde sale, una comitiva de lágrimas se me arremolina en ese extraño ecosistema que son los párpados. Por no saber, tampoco sé por qué intento detenerlas. Qué pudor nos dan algunas especies de llanto cuando hay testigos. Pero la comitiva empuja con la fuerza de una protesta civil, incívica. Amenaza con quemar los contenedores, dos ojos fijos en el escenario en el que el cantante sigue asegurando que “un día estas cosas son cosas pasadas, llenando la memoria como cajas (...) Un día miramos y acaso reímos, pensando en lo que ha sido y lo que fuimos (...) Un día volvemos aquí donde estamos y todo lo importante lo encontramos”.

Se trata de un concierto doble, en realidad. El artista que más me interesaba —por el que realmente estoy aquí y al que sigo como una grupi tarada y feliz —ya ha actuado. Hace un rato que se ha despedido. Este que canta ahora también me gusta, pero seamos honestos: hace un siglo que no escuchaba sus canciones. Y sin embargo, lo cierto es que reproduje hasta rayarla aquella vieja cinta de radiocasete, aquella carcasa transparente, atravesada por el esqueleto de una banda magnética en la que un montón de códigos se transformaban en señales eléctricas, para salir después convertidos en las canciones que ahora llegan hasta mí sin más intermediario que el aire. Una cinta de radiocasete. Madre mía, qué cerca estoy ya de los cincuenta. Aquella TDK, vulgar en su desnudez, translúcida como el eco que deja la muda de una serpiente, no tenía caja ni pegatinas. Era una cinta huérfana de cualquier etiqueta que bautizara la música grabada en su banda marrón. Por eso nunca supe el título de ninguna de sus canciones, y hasta tardé en saber a quién pertenecía aquella voz, también magnética para mí. El vértigo de los años que han pasado es el marco en el que se mueve la manifestación de mi llanto. El tiempo es una sustancia acuosa que se me aglutina en la garganta.


II

Yo estaba a punto de cumplir los veinte o los veintiuno. M. y C. me llamaban a veces para que me quedase con sus hijas mientras ellos salían a cenar. Me gustaba hacerlo: jugaba con las niñas, que eran encantadoras; les ponía la cena, las acostaba, les daba un beso de buenas noches y volvía al salón, donde dormitaba frente a un libro o a la televisión. Me sentía tan mayor. Además, M. y C. me caían muy bien y me mostraban un modelo de pareja distinto al que conocía (algún día te hablaré del salto de cama que colgaba en la puerta del baño, tan sencillo y tan ajeno a cualquiera de los camisones que colgaban en el dormitorio de mis padres). Cuando regresaban, yo me desperezaba en el sofá y M. me acompañaba de vuelta hasta mi portal para que no atravesara sola la desolada madrugada de nuestro barrio. No sé si saben cuánto cariño guardaba para los dos.

Pero aquel verano de finales de los noventa me ofrecieron un trabajo mucho mejor: pasar una semana con sus hijas en su casa de Cantabria, mientras ellos seguían trabajando en Madrid. Aquello no era un trabajo, era un regalo: la casa se hallaba a los pies de una colina verde, rodeada de un prado infinito que no me cansaba de mirar desde la terraza. Y con las niñas, como siempre, era todo tan fácil.

Un día, mientras ellas se entretenían juntas, descubrí un radiocasete en la cocina. Le di al play. Y entonces ocurrió. Me enamoré de la voz que salió por los altavoces, de lo que decía y de cómo lo decía. De la guitarra. De la calma. De la sencillez. De la manera en la en que aquello me tocaba algún órgano interno que era incapaz de identificar. Poco se habla de los flechazos musicales. Aquella música me atravesó. Y la puse otra vez desde el principio. Y otra vez. No sabía quién cantaba, la cinta no tenía ninguna pegatina que lo identificase. Pensarás que podría haberles mandado un whatsapp a M o a C para preguntarles por ello, pero ya he dicho que me acerco a los cincuenta, así que whatsqué? De modo que me envolví en aquellas canciones mientras miraba el monte y esperé a que regresaran de Madrid para preguntarles. Me convertí en fan de alguien cuyo nombre ignoraba. Cuando volvieron, M. y C. se sorprendieron de que no hubiese oído hablar antes del artista y, siempre tan generosos, me regalaron la cinta, que escuché una y otra vez en mi casa durante años, sin llegar nunca a conocer el título de las canciones.

Después, el tiempo pasó. Ellos abandonaron el barrio. O tal vez antes lo abandoné yo. Dejé de trabajar como canguro. Dejé de escuchar aquella cinta. Un brochazo en el mapa o en el calendario alejó a esa familia de mi vida.


Y III

Años más tarde, el azar, siempre tan antojadizo, me trajo a J., a la que me unió para siempre otro tipo de flechazo y que resultó ser sobrina de M. En algunas fotografías familiares de mi amiga, vi a aquellas dos niñas encantadoras convertidas en mujeres.

Y yo ahora estoy aquí, en este concierto; venía a escuchar a otro artista, pero es Pedro Guerra quien, para celebrar los treinta años de su primer disco, vuelve a cantar para mí “Estos son recuerdos del pasado, de lugares ya remotos, cuando no era más que un trozo del adulto que ahora soy…” y la comitiva de mis lágrimas nace en la falda de una montaña cántabra y llega hasta el extraño ecosistema en que se han convertido mis párpados, felices y asustados de acercarse a los cincuenta.

Cuando llegue el olvido, espero que se cumpla el presagio del artista: volver aquí y que todo lo importante siga vivo para que juntos podamos encontrarlo.

Te deseo una vida y una memoria llenas de música y de flechazos.

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