Lo que queda de algunos días

 

Yo estaba enamorada de Él. Poco me importaba que fuese un adulto y yo no hubiese acabado el BUP. Me fascinaba escucharle, y Él lo sabía. Le gustaba gustar, incluso a crías de dieciséis años. Yo estaba convencida de tener un lugar especial dentro de su territorio emocional. Después de explicarnos la Segunda Guerra Mundial, nos recomendó una película: Lo que queda del día, que acababan de estrenar. Por supuesto, yo nunca había ido al cine sola por aquel entonces. Ir al cine había sido un evento familiar precioso que ya casi nunca hacía con mi familia; con mis amigas, de vez en cuando, se convertía en una ocasión excepcional, pero no las iba a convencer para ir a ver un drama sobrio sobre los dilemas éticos de un mayordomo en los años treinta. Sin embargo, nada me impedía ir a mí, yo sola, esa misma tarde (cómo son las urgencias pasionales, ¿verdad?). Coger el autobús que me dejaba en el centro, a dos minutos de la sala en la que la proyectaban. Volver a casa pensando en lo que Él nos había explicado. Decirle al día siguiente que la había visto. Hacerme querer.

Como era un día entre semana, el cine estaba medio vacío. Las butacas no eran numeradas, por lo que resultaba extraño que aquel individuo hubiera decidido sentarse justo a mi lado; solamente pensé que habría preferido disfrutar del espacio a mis anchas. Era febrero, hacía frío. Mi abrigo lleno de plumas descansaba sobre mis piernas cuando empezó la película. Noté que resbalaba, lo recoloqué. Pero otra vez percibí un movimiento extraño, algo sobre mi pierna. No entendía lo que estaba pasando. Hasta que lo entendí. De ese instante guardo solo una amnesia diminuta, unos segundos de vacío. No sé si lo increpé o le lancé un zarpazo. Solo lo recuerdo huyendo a toda carrera por el pasillo de la sala, y a una mujer sentada en la fila de delante, preguntándome si me encontraba bien; ella ya estaba alerta, porque me había visto llegar sola.

Apenas recuerdo la película. Me autoconvencí de que me había gustado mucho, no quería decepcionarlo.

Cogí el autobús. Volví a casa. Supongo que no se lo conté a nadie.

El viernes, ni me acordaba, era fiesta. Tres días sin verle.

El lunes llovía. Durante el recreo, mis amigas y yo nos resguardamos en el vestíbulo. Recuerdo que estaba apoyada en un radiador (siempre tan friolera) y que él se acercó mucho a mí. Me miró. Dio un paso más. Inclinó todo su cuerpo sobre el mío. Su camisa rozando mi ropa. Mis amigas me lanzaban miradas de incredulidad. Yo misma, que había deseado tantas veces fugarme con él, estaba de pronto aturdida, sin capacidad para comprender cómo la fantasía de miel se me convertía en pedrada cuando traspasaba la frontera del ensueño para hacerse realidad. ¿Me has echado mucho de menos?, me preguntó, acercando su cara a la mía como si fuera a besarme.

Creo que nunca llegué a hablarle de Lo que queda del día. Todo fue distinto desde entonces. Hay conversaciones que ya nunca tendré.

A él lo vi hace poco. Ahora tiene el pelo blanco. La idea del encuentro se atropellaba en mí con inquietud, pero él apenas me saludó. Me pregunto cuál es la película que él se cuenta.

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