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Adverbio de emoción

Tiene el pelo rizado, color de nuez, los labios gruesos, la tez canela. Tiene también, probablemente, una hiperactividad no diagnosticada. Pero en esta optativa son tan poquitos que estamos casi en familia, y las familias se cuidan (la mayoría, al menos). Su compañero le susurra algo al oído y M. salta, espontáneo como un calambre: ¡Hostiás! Digo su nombre en ese tono recriminatorio que llevamos los adultos instalado por defecto en el software vocal. Pero, profe, ¡es un adverbio de emoción! Y el invento involuntario me hace tanta gracia que me río con él, y me ablando, y el secreto deja de serlo por obra y gracia de una palabrota. El compañero susurrador me cuenta que ha gastado una suma descomunal de dinero de su padre, realizando por error una compra on line de un artilugio inútil. (¡Hostiás! , pienso, haciendo uso de mi software silenciador). La historia es tan inverosímil que aparto a un lado sus cuadernos de trabajo para poner, en medio, todo mi escepticismo sobre la mesa. Mient...

Lo que queda de algunos días

  Yo estaba enamorada de Él. Poco me importaba que fuese un adulto y yo no hubiese acabado el BUP. Me fascinaba escucharle, y Él lo sabía. Le gustaba gustar, incluso a crías de dieciséis años. Yo estaba convencida de tener un lugar especial dentro de su territorio emocional. Después de explicarnos la Segunda Guerra Mundial, nos recomendó una película: Lo que queda del día , que acababan de estrenar. Por supuesto, yo nunca había ido al cine sola por aquel entonces. Ir al cine había sido un evento familiar precioso que ya casi nunca hacía con mi familia; con mis amigas, de vez en cuando, se convertía en una ocasión excepcional, pero no las iba a convencer para ir a ver un drama sobrio sobre los dilemas éticos de un mayordomo en los años treinta. Sin embargo, nada me impedía ir a mí, yo sola, esa misma tarde (cómo son las urgencias pasionales, ¿verdad?). Coger el autobús que me dejaba en el centro, a dos minutos de la sala en la que la proyectaban. Volver a casa pensando en lo que...

Ecos

  I Estoy en un concierto. De pronto, sin saber de dónde sale, una comitiva de lágrimas se me arremolina en ese extraño ecosistema que son los párpados. Por no saber, tampoco sé por qué intento detenerlas. Qué pudor nos dan algunas especies de llanto cuando hay testigos. Pero la comitiva empuja con la fuerza de una protesta civil, incívica. Amenaza con quemar los contenedores, dos ojos fijos en el escenario en el que el cantante sigue asegurando que “un día estas cosas son cosas pasadas, llenando la memoria como cajas (...) Un día miramos y acaso reímos, pensando en lo que ha sido y lo que fuimos (...) Un día volvemos aquí donde estamos y todo lo importante lo encontramos”. Se trata de un concierto doble, en realidad. El artista que más me interesaba —por el que realmente estoy aquí y al que sigo como una grupi tarada y feliz —ya ha actuado. Hace un rato que se ha despedido. Este que canta ahora también me gusta, pero seamos honestos: hace un siglo que no escuchaba sus ca...

La otra

  La semana pasada acudí al teatro con un nutrido grupo de amigos y colegas de profesión. Hacía tiempo que no organizaba una quedada de estas características. Tal vez por eso vino a mi mente una de muchos años atrás que difícilmente puedo olvidar.  Fue en mi época de soltería cuando conocí a X. Él también era profesor. Recuerdo el momento en que nos conocimos: abrió la puerta del aula en que yo estaba dando clase, buscando a algún alumno para no sé qué cosa. En lugar del alumno, me encontró a mí. Nos encontramos. Desde ese primer día, no dejamos de buscarnos. Cualquier excusa era buena para detenerse a hablar en un pasillo o alargar una reunión. Era mi crush , como dirían nuestros adolescentes hoy. Y yo era el suyo. Aún no existía whatsapp, pero nos faltó tiempo para intercambiar nuestros correos electrónicos e iniciar una correspondencia cómplice cuyo único objetivo era seguir seduciéndonos mutuamente. Me recuerdo hablándole de él a mi mejor amigo, anticipando el momento ...